Tal día como hoy de 1962 y en la basílica de San Pedro, Juan XXIII inauguraba el Concilio Vaticano II. Lo había convocado a las pocas semanas de comenzar su pontificado, un 25 de enero de 1959 y tras su muerte en plena asamblea conciliar, fue clausurado por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965.

Tres años que conmovieron el ser y el estar de la Iglesia católica, pero además y también, crearon expectativas civiles de profunda entidad en todo el planeta. No en vano, pocos años más tarde de la clausura conciliar, el mundo estallaba en País, en Berkeley y en la mismísima Roma, harto de que el Plan Marshall hubiera convertido el desarrollo necesario en mercado de bienes y de personas. Aunque al fin de tanta "imaginación al poder", las cosas cambiaran para que todo siguiera igual, como estamos comprobando estos mismos días. Pero el Vaticano II, tan espiritual él, tan evangélico él, tan terrestre él, había adelantado la urgencia de una necesaria renovación de ideas y de estructuras. Por favor, léanse ahora la constitución Gaudium et Spes y comprobarán hasta qué punto aquellos hombres, tan diferentes entre sí y reunidos por iniciativa de un papa casi anciano ya, daban en el clavo del "mal contemporáneo" e intentaban solucionarlo sin violencia.

Pero como tantas otras cosas, no fuimos capaces de hacer caso a los textos conciliares, como tampoco supimos mantener su espíritu de aggionarmento, por la sencilla razón de que el miedo sustituyó al espíritu santo. Como el miedo sustituye tantas veces a la democracia. En fin, que hace cincuenta años se abrió la gran puerta del templo eclesial y Dios, el señor, dio claros signos de cuanto deseaba de los creyentes católicos y de los hombres y mujeres en general. Años más tarde, comenzaría una misteriosa involución en función de aquel miedo casi visceral y permanente: el miedo, en definitiva, a la encarnación de Jesucristo.

En tal coyuntura, tres cuestiones parecen absolutamente fundantes de tal reto histórico para que resulte positivo. En mi primer lugar, poner sobre el tapete eclesial todas las realidades históricas que preguntan a la Iglesia cómo puede responderlas para que el evangelio resulte esperanzador y no profeta de calamidades, en palabras del Papa Roncalli. Delimitar las preguntas históricas concretas, sin subterfugios y proponer las respuestas evangélicas con idéntica concreción. Es el momento de ensuciarnos los pies con el barro de este mundo, como hiciera el señor Jesús en Galilea y en Judea. En segundo lugar, ser capaces de superar las divisiones en nuestra propia Iglesia católica, de forma tal que en lugar de aprovechar la cita para insistir en los divergentes puntos de vista teológicos y pastorales, trabajemos en común, con las abdicaciones impuestas por la teología de comunión. De lo contrario, estaremos ante una cita para la fractura eclesial. Y en tercer lugar, aprovechar este tiempo de gracia para recuperar una fe saneada, adulta, historizada, pero sobre todo que proponga la esencia del dogma, que discuta lo diferente, y que abra caminos de renovación interior y exterior desde todos los ámbitos de la santa Iglesia. Desde mi modesto punto de vista, por estas tres sugerencias pasa el deseado éxito eclesial de una eficaz recuperación del espíritu conciliar, del ya comentado hace días Año de la Fe, y en fin, de la nueva evangelización. Habrá otras más, pero por mi parte me atrevo a proponer éstas en concreto.

Lo anterior significa que las correspondientes diócesis toman conciencia del desafío que tienen que afrontar sin escapatoria posible: articular una acción comunitaria de las diferentes fuerzas eclesiales y ponerlas a trabajar todas juntas con las esperanzas en ristre y por lo tanto susceptibles de abnegarse con el fin de obtener resultados conjuntivos. Si cada cual funciona por su cuenta, entonces los resultados serán parciales y hasta contradictorios y de esta grave situación todos seremos responsables: obispos, clero secular, religiosos y religiosas, movimientos laicales y, en general, todo el pueblo de Dios. Nadie es mayor que el otro en esta fascinante aventura, en la que el miedo, lo repito una vez más, es el enemigo demoledor y prioritario. En instantes como el que estamos viviendo, mejor es pecar por alguna imprudencia que por ese típico claroscuro en que tantas veces nos escondemos, como se esconde la misma sociedad civil. Todos a una, diocesanamente hablando, sin perder más tiempo en discursos teóricos que retrasan culpablemente aquellas respuestas deseadas por la historia que Dios nos propone para que seamos capaces de interpretar los signos de los tiempos, como requería ya el Vaticano II. Seriedad. Rapidez. Comunión. Esperanza. Valentía. Oración.

Muchos de quienes vivimos hace cincuenta años aquel momento emocionante en que Juan XXIII inauguraba el Vaticano II, tenemos la responsabilidad eclesial y social de trabajar con específica intensidad para reactualizar el don recibido y ser capaces de transmitírselo a los más jóvenes. De forma que, entre todos, seamos capaces de la nueva evangelización que desea la Iglesia. Ojalá, la sociedad civil nos acompañe en esta fascinante tarea, porque también a ella le hará bien remover sus entrañas, un tanto adormecidas, tras tantos sueños imposibles. Uno, en la lejanía, espera de la diócesis mallorquina lo mejor.