Me gustaría saber si se ha escrito alguna novela que tenga como protagonista a un administrador de fincas. Es posible que Simenon escribiera una novela así, porque la comedia humana que puebla las novelas de Simenon es infinita, pero por desgracia no he leído esa novela, si es que existe. Y lo digo porque me fascina la profesión de administrador de fincas. Me intriga la paciencia que hay que tener para soportar horas y horas de reuniones sobre temas tan tediosos como el vecino moroso del 5º A, o la correa del ascensor que se rompe con puntualidad siempre que empieza un puente, y que encima ya había sido reparada hace menos de un mes (y a un precio exorbitante, como exige que conste en acta la propietaria del 2ºA). Y también me fascina la sangre fría que hay que tener para soportar los discursos disparatados del vecino que ha perdido la cabeza, o las excusas inverosímiles del presidente de comunidad que se resiste a hacer su trabajo, o las denuncias de la señora indignada porque un tipo con pinta de chamán ha montado un taller de sexo tántrico en el ático B.

Y luego están las misteriosas carteras que llevan los administradores de fincas, esas carteras voluminosas de las que son capaces de extraer las cosas más insospechadas. He visto salir de ellas listados de recibos impagados, y poderes notariales para realizar pagos a terceros, y cartas devueltas al remitente por ausencia del destinatario (al que todo el mundo, por cierto, había visto aquella misma tarde). Y también he visto actas de reuniones de comunidad, y planos de fincas urbanas en papel cebolla, e informes técnicos sobre porteros automáticos y bombillas de bajo consumo, y docenas de otras cosas tan apasionantes como éstas, y que por una razón que desconozco suscitan en mis vecinos una curiosidad casi insaciable que les lleva a discutir durante horas.

Si lo pensamos bien, el oficio de político es lo más parecido que hay al trabajo de administrador de fincas. Si se les quitara a los políticos la exaltada cobertura periodística y sus apariciones en televisión y toda la pompa y circunstancia que les prestamos como representantes de la soberanía popular, su trabajo sería igual de gris y de aburrido que el de esos administradores que se pasan horas y horas discutiendo el arreglo de un ascensor. Y de hecho, las cosas son así en algunos países. En Suiza, por ejemplo, mucha gente desconoce el nombre del jefe de gobierno del cantón vecino. Y yo ni siquiera sé si Suiza tiene primer ministro o presidente de la República.

Lo digo porque quizá le prestamos demasiada atención a una actividad como la política. En realidad, son los mismos políticos los que revisten su trabajo de una gran solemnidad al rodearse de cámaras y de subordinados, pero eso sólo es posible porque el Estado es muy generoso con ellos y les paga sus carísimas campañas electorales y la mayoría de sus actividades públicas y de sus gastos de mantenimiento. Los mítines, las sedes, los viajes, los cargos de dedicación exclusiva, las encuestas, los asesores: todo eso lo pagamos entre todos nosotros. Es cierto que todos queremos que funcione el ascensor. Y todos queremos que alguien se ocupe de reclamar los recibos impagados de comunidad. Y todos queremos que alguien se encargue de llamar a un técnico cuando se estropea la puerta del garaje. Eso es lo que hace inevitable el trabajo de los administradores de fincas. Y eso, también, es lo que hace inevitable el trabajo de los políticos.

Pero hay una diferencia esencial: los administradores de fincas suelen hacer su trabajo de una forma bastante más discreta, y por lo general con mucha más eficiencia y austeridad. Ningún administrador de fincas, al menos que yo conozca, organiza mítines en plazas de toros, ni viaja en primera clase con cargo al presupuesto de la comunidad de vecinos, ni mucho menos pierde su tiempo en acusaciones pueriles y en disputas de párvulos que absorben toda su atención. Y eso es algo sobre lo que habría que reflexionar, porque dentro de poco va a comenzar una nueva campaña electoral, y una vez más veremos cómo se derrocha el dinero en un sinfín de actos públicos que en realidad no sirven para nada. Una buena campaña electoral se puede hacer con poco dinero, y por eso se debería imponer un límite al derroche absurdo en actos de propaganda no menos absurda. Sobre todo porque somos nosotros los que estamos pagando ese derroche.