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Opinión

La muerte sigue viva en el parque nacional | Por Llorenç Riera

Una decena de pateras, en el puerto de Cabrera. DM

Cabrera es el parque nacional marítimo terrestre en el que se reverencia el medio vegetal y animal al tiempo que se deja la vida humana a la deriva. El choque moral no impide, sin embargo, que todavía le llamen racionalidad compatible con la praxis administrativa en la gestión de la migración.

El trágico naufragio de esta semana, ya con resultado de muerte, enlaza con la historia más siniestra de la prisión natural. Es una dimensión trágica que, pese a no ser reconocida, pesa mucho más que el realce medioambiental y su decoración con yates de recreo, en el subarchipiélago mallorquín.

Poco se ha avanzado desde 1808 a 2021, solo cambian los protagonistas derrotados de un nefasto guion sin sentido. Si durante la Guerra de la Independencia fueron los prisioneros de la batalla de Bailén quienes acabaron, literalmente, con sus huesos en Cabrera, ahora son los migrantes subsaharianos quienes naufragan en sus aguas cristalinas y las enturbian, al precio de su vida, de insolidaridad social y parálisis de gestión pública.

Nunca nos atreveríamos a asegurar que el cuerpo sin vida hallado ayer sea la única muerte imputable a un «irrisorio», pero mafioso, tráfico de migrantes que, en términos reconocidos –nunca conoceremos los reales– se cifra ya en 1819 personas y 120 pateras en lo que va de año. Queda por despejar la incógnita de si un cadáver que puede convertirse en tres era la espoleta que necesitan las autoridades para reaccionar o si el luto oficioso del Govern, pidiendo más medios policiales y de Salvamento Marítimo, es meramente coyuntural para una grave crisis puntual.

En el mejor de los supuestos conviene no avanzar más allá del escepticismo. Los meros planeamientos teóricos de Fina Santiago sobre rutas migratorias europeas y la búsqueda de reacciones serenas, por parte de Aina Calvo, entre quienes no pueden controlar su desesperación cuando divisan tierra, no invitan a la esperanza sobre la consolidación de una eficaz red de auxilio con garantía de salvavidas para quienes lo arriesgan todo en el Mediterráneo en busca de una vida que merecen.

Poco se avanzará mientras los migrantes sigan siendo moneda de cambio y desgaste político, la exigencia social sea mínima o el obispo tenga más premura en escribir cartas pastorales sobre los damnificados por el volcán de La Palma que sobre el tráfico de inmigrantes que tiene a su diócesis como estación de transferencia. Sí, es un problema europeo, pero la desesperación y la muerte naufragan antes en el litoral mallorquín.

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