Día 43. Suerte que han salido listos. Todavía se están riendo de mí. Por la noche, mi hijo pone todos los peluches de su cama en círculo formando un "comité de expertos" y les cuenta la anécdota de que "mamá se pone del revés la mascarilla". Le obligo a retractarse con una tormenta de cosquillas, pero aprovecho para insistir en que la familia es una labor de equipo, y que cualquier colaboración de su parte será muy bien recibida. Sobre todo ahora que un mes y medio de encierro me está ralentizando los reflejos y emborronando las ideas, multiplicando despistes como poner todos mis calcetines en el cajón de sus pijamas y luego no poder encontrarlos. En previsión de que la desescalada nos devuelva en breve alguna actividad que obligue a estar en contacto con mucha gente, nos vamos a comprar mascarillas. La farmacia de nuestro barrio es lo más parecido a un 'confesionario-centro de salud abierto todo el día' que se pueda imaginar, de manera que siempre hay una larga cola de gente esperando medicinas y una palabra amable. Les alecciono sobre las pautas de comportamiento que deben seguir: no tocar nada, quedarse pegados a mí, no manosearse la cara... y me responden que ya se lo he contado mil veces, lamentando que no haya ninguna medida higiénica novedosa. Nos hacemos con las protecciones faciales y los guantes, y aprovechando la salida, vamos a comprar al supermercado. Allí les coloco las mascarillas con nudos para ajustarlas, me pongo la mía, y cuando les estoy reiterando la prohibición de lanzarse sobre el expositor de los chicles me interrumpen señalando que "tú llevas mal la tuya. Mira todo el mundo, llevan lo azul fuera y tú eres la única..." Efectivamente, me la he calzado al revés, suerte que con ella en la cara nadie ve que estoy como un tomate. "¿Os he contado que el abuelo era daltónico"?, digo por cambiar de tema, y porque no soporto tanto cachondeo.
