Amenazas de muerte hacia ellas o sus familias, agresiones y humillaciones forman parte del recorrido realizado por las mujeres en situación de prostitución que han sido objeto de trata. En el camino dejan buena parte de su autoestima y heridas que no se ven sobre la piel. Algunas de ellas son atendidas en Mallorca por el Casal Petit de las Hermanas Oblatas, entre las que se encuentra María.

La historia de esta mujer latinoamericana tiene en sus orígenes un factor que es prácticamente constante entre las personas afectadas por estas situaciones: la pobreza. Madre de dos hijos y sin pareja, con un trabajo de secretaria que no era suficiente para sacar adelante a su familia y que les obligaba a vivir con su madre o con su abuela en barrios humildes, un día se cruzó con una antigua amiga que "iba en un cochazo". "Lo primero que pensé es que se había casado con un narco". Pero el lujo en el que vivía procedía del ejercicio de la prostitución Ella fue la que la puso en contacto en un hotel con un japonés que hizo la primera oferta para trasladarse a ese país, que en un principio rechazó. Más tarde llegó una nueva reunión con una mujer que también había trabajado durante años en ese país oriental y que le cobró un millón de pesos colombianos solo por ponerla en contacto por personas que debían de ayudarla a realizar ese viaje. María no oculta que era consciente de que la oferta era para ejercer la prostitución, pero se la presentaban como "algo muy fácil por el carácter de los japoneses y en lo que se podía ganar mucho dinero".

La organización con la que se relacionó le pagó el billete de avión hasta Londres, para desde allí partir hacia Tokio, donde la policía japonesa no la permitió entrar en el país, obligada a volver a Inglaterra donde permaneció 15 días. Para poder mantenerse durante este tiempo, fue en Londres donde ejerció la prostitución por primera vez. Regresó a su país para desde allí hacer un nuevo intento para entrar en Japón, pasando previamente por Nueva York y Corea. Esta vez lo consiguió. El año era 1993.

Un laberinto sin salida

Una vez allí, pasó a manos de una mujer a la que debía entregar cada día 250 yenes para saldar una deuda de 60.000 dólares y que en lugar de hacerlo en algún local, la puso a ejercer en la calle. Al verse en esa situación, admite que se pasó la primera noche llorando y que rogó que la dejaran volver a su tierra, con el compromiso de que saldaría su deuda hipotecando la casa de su abuela si era necesario.

"La respuesta que recibí es que podía coger mi pasaporte y mi dinero e irme, pero inmediatamente después con la advertencia de que si me marchaba no iba a salir viva del aeropuerto de mi país".

Ahí se inició una etapa de meses en la que se la obligaba a trabajar cada día y en la que durante los fines de semana debía atender a trabajadores extranjeros que pagaban menos pero que apenas permanecían con ella poco más de 10 minutos. Si un japonés le abonaba 250 o 300 yenes, estos migrantes solo pagaban entre 100 y 150, pero con una enorme rotación.

Llegó a enfermar por este exceso de trabajo y comenzó a consumir drogas. "Me volví agresiva y tenía problemas con todos", lamenta.

Hasta que un día decidió que ya había saldado su deuda de 60.000 euros y escapó de la mujer para la que trabajaba. La reacción de ésta fue vender esa deuda pendiente a la mafia japonesa. "Me encontraron, me sacaron de madrugada de la casa en la que estaba" y la obligaron a hacer una gira por tres ciudades, trabajando 10 días en cada una. Allí aprendió una nueva forma de ejercer en Japón. Debía actuar en 'teatros' con público donde hacía un baile. Luego los asistentes se jugaban quién subía al escenario con ella, donde practicaban sexo a la vista de todos y la tradición hacía que luego el hombre se sacara el preservativo para demostrar que había eyaculado, entre aplausos del público. Después debía de atender a los asistentes que lo deseaban en pequeñas salas, con una relación que duraba muy poco tiempo en cada caso. Durante esas semanas, la mafia japonesa se quedaba con la mitad de las ganancias que generaba, y permitía que la otra mitad se la enviará a su madre. Al dar por saldada su deuda, le organizaron una fiesta.

Ella se quedó a vivir en Japón con el novio que había conocido allí, pero las actividades de este último hicieron que la policía les detuviera y la devolviera a su país, cerrando una etapa de tres años en Oriente.

Entonces decidió viajar a España, de nuevo para ejercer la prostitución, y permaneció en un hotel de carretera durante un mes, con una notable diferencia con la clientela japonesa, porque "en España muchos querían hacerlo sin preservativo y sin lavarse".

En esa etapa sucede una de las situaciones más dramáticas que ha vivido. Se quedó embarazada de un cliente (no sabe de cuál, porque a uno se le rompió el preservativo y a otro se le enrollo en su interior al sacarlo y se derramó el semen). Cuando pretendía abortar en España, fue detenida y deportada, y al llegar a su país lo intentó de nuevo pero le dijeron que el feto ya estaba demasiado desarrollado. Es al llegar a este punto cuando algo se rompe en María y empieza a llorar, porque quiso desprenderse "de lo mejor que he hecho en mi vida", su hija. "Ella conoce toda esta historia", afirma entre lagrimas.

De nuevo hizo las maletas y viajó a Europa, esta vez con su hijo mayor y su hija pequeña (el mediano no quiso abandonar su país). Tras una peripecia en Suiza, volvió a España en noviembre de 2000, para instalarse en Barcelona. Allí trabajó un tiempo en un mercado, pero no conseguía ingresos suficientes para mantener a sus hijos y volvió a la prostitución. "Llega un momento en el que piensas que no sirves para otra cosa. En esas fechas tenía que haber parado, pero no lo hice", señala con lágrimas.

Barcelona la asusta para vivir con sus hijos y viajó a Mallorca, donde ha criado a dos de ellos. Ha trabajado en el club Globo Rojo y en un chalé de la calle Hiroshima, entre otros lugares. Más de tres lustros después de llegar a la isla, sigue en situación de prostitución, y con el dinero que gana ayuda a su segundo hijo, que terminó viviendo en EE UU donde se le detectó un cáncer, al que envía 800 dólares cada mes porque allí la sanidad es muy cara. "La vida no me deja respirar". Durante esos 17 años, solo ha encontrado algún empleo precario, "y de algo tenemos que vivir", concluye.