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Opinión

Lo que hay que pagar

Lo que hay que pagar

la primera noticia que se tiene sobre los costes de la estancia paradisiaca procede de la Biblia. Allí se cuenta que Adán y Eva vivían en el paraíso terrenal sin pagar alquiler alguno —aunque desnudos, eso sí— y que el chollo se les acabó por culpa de la primera mujer, tentada con una manzana por el diablo en forma de serpiente. Ya tardamos en poner al día esa versión, machista a todas luces —¿qué estarán esperando las del movimiento MeToo?—, pero del relato bíblico se sacan al menos dos conclusiones. La primera, que no se debe aceptar consejo alguno, y menos aún regalos, de las serpientes, no vaya a haber algún espíritu maligno detrás. La segunda y más importante, que a Adán y Eva les echaron del paraíso por lo que se podría considerar un hurto menor. Menos de un euro, vale una manzana hoy. Un precio ridículo no ya para la estancia en el paraíso sino incluso si se tratase de una pensión de medio pelo.

El paraíso terrenal no existe desde entonces o, al menos, nadie lo ha visto. Pero, mutatis mutandi, son muchos los que consideran -consideramos- que Mallorca y, por extensión, las islas de este archipiélago son lo mejor que se despacha hoy como alternativa a aquellas maravillas que dilapidaron nuestros primeros padres. Cierto es que se podría levantar todo un debate acerca de cuál de las Mallorcas que se han sucedido en tiempos históricos merece la acreditación paradisíaca, y si la de ahora mismo podría conservarla aún. Pero como no tenemos tiempo de aclarar tal duda, el reportaje de estas páginas dominicales se detiene en la consideración de lo que pagamos por vivir en la isla con todo lo que ahora mismo hay en ella.

Vaya por delante que, si buscamos indicadores objetivos, el mercado inmobiliario pone de manifiesto el ansia gigantesca que existe por tener una casa en Mallorca. Estamos ya muy por encima de los indicadores que, una década atrás, hicieron estallar la burbuja inmobiliaria pero parece que esa serpiente tentadora no cuenta con límite alguno. Se trata de una consecuencia del desequilibro que se da entre la oferta escasa, porque cada isla cuenta con un territorio limitado y no todo él es de momento urbano -Por más que los políticos se empeñen en arreglar ese pequeño escollo—, frente a una demanda que no cesa.

Pero a la que salimos de esos indicadores, la realidad nos cae encima con dudas inmensas acerca de lo que, una vez que se tiene la casa, o incluso si se carece de ella, hay que seguir pagando por el privilegio de vivir en Mallorca. Sin descuentos aéreos, o incluso con ellos, pagamos más que nadie por desplazarnos. Los combustibles y las demás materias primas disparan su precio al tener que transportarse hasta aquí y sin que jamás haya habido gobierno alguno capaz de aplicar las leyes de compensación de la insularidad que no sé yo cuántas veces se han aprobado. Sin olvidar los costes no directamente económicos, como el hecho de que en verano la isla se colapse a causa de los coches que alquila la multitud de visitantes esporádicos que quieren comprobar por sí mismo cómo es el paraíso. Que sus carreteras rebosan de coches será la primera conclusión que saquen. Y, a partir de ahí, la duda a la que me refería antes: si seguimos pudiendo llamar paraíso a esto. O si en la ocasión presente el diablo no necesita otro disfraz para terminar con la felicidad suprema que el de ejecutivo de las compañías aéreas low cost.

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