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Opinión

Estado de salud

Estado de salud

En los medios médicos circulaba hace años una especie de chiste (sin llegar siquiera a la categoría de la leyenda urbana) sobre el paciente sometido a una operación harto complicada. El proceso de intervención y sus resultados en términos técnicos fueron excelentes. Con el pequeño detalle, apenas digno de ser tenido en cuenta, de que el paciente se murió.

Así es. Sacar unas cifras magníficas en las analíticas que le hagan a uno y, al mismo tiempo, encontrarse fatal es tan común que resulta ocioso el mencionarlo. Pero lo malo de este asunto es que también aparece, sin apenas cambios, cuando pasamos de la salud médica a la económica.

Una vez más, nos encontramos con la paradoja de que las cifras de los indicadores que se quieran elegir, desde los que dan cuenta de la situación de la macroeconomía hasta los que se refieren a aspectos mucho más cercanos al ciudadano, al estilo de la tasa de desempleo o del índice del consumo, apuntan a que las cosas van bien, que la crisis tremenda por la que hemos pasado es ya historia y, pese a ello, seguimos notando en la nuca el soplo del riesgo.

Esa diferencia entre lo que supone que deberíamos sentir y lo que de verdad sentimos parece pertenecer a los arcanos del análisis económico, que aparecen en cuanto se va más allá de las primeras propuestas de Adam Smith, pero puede ser fácil de explicar. Se entiende sin más que tomar en cuenta la distancia que va desde las medidas que se toman en los despachos gubernamentales y la manera como afectan tales decisiones a nuestro bolsillo.

El mejor ejemplo nos lo acaba de dar el presidente Donald Trump, ese mismo que, según los principales diarios de los Estados Unidos, nos cuela un promedio de seis engaños al día. Entre ellos destaca su decisión reciente de bajar de forma drástica los impuestos que pagan particulares y empresas; una medida que el señor Trump ha anunciado que beneficia a las clases medias, jactándose de ello, pero que a quien deja más que satisfechas es a las grandes fortunas.

Acaba de hacerse pública la noticia de que la economía estadounidense crece a un ritmo del 2,3% desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca. Que sean muy pocos los ciudadanos capaces de detectar la manera como ese crecimiento beneficia a sus bolsillos, y muchos los que, pese a tener empleo, han de apretarse aún más el cinturón, no es ninguna contradicción.

Nos hemos metido en un mundo en el que para que vayan bien las grandes cifras han de mantenerse las pequeñas en la miseria. ¿Acaso habrá que recordar lo que sucede con las pensiones, en comparación con el coste de la vida? Hace años, se trataba de dos variables unidas por ley; ahora ya no.

En el reportaje de estas páginas se apunta al turismo como el sector que tira de nuestra bonanza macroeconómica. El auge del negocio turístico depende, como es natural, de que crezca el número de visitantes que llegan a la isla, sí, pero también de que el coste de darles los servicios que demandan se mantenga bajo.

La pregunta no ya del millón de dólares, sino del mísero centavo, es hacia dónde se dirigirán los aumentos en los ingresos que perciben los hoteles. ¿A los bolsillos de sus dueños o a la nómina de sus empleados? El que crea que no sabe la respuesta es mejor que deje de preocuparse por la economía y preste atención a su salud, mental o no.

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