La epopeya victimista de Miquel Nadal corona una nueva cima. Privado de pasaporte por su presunta participación en un escándalo de corrupción, ahora puede equiparar su situación a la de Aminatu Haidar, desprovista de idéntico documento. Desde que fue expulsado de la presidencia de UM por sus correligionarios, el ex conseller enfatiza en todas las declaraciones su condición de refugiado político.

Nadal también suspira por el regreso al Sahara mallorquín de su etapa en el Consell Inmobiliario, un desierto donde soplaba el simún de la presunta corrupción sin que ninguna instancia se atreviera a acotarla. Al declarar ante el juez que "no pensó" que su comportamiento "podía ser algo incompatible", se ajustaba a una verdad incontrovertible. Favorecer a empresas de familiares no sólo era compatible, sino obligatorio.

En anteriores oleadas corruptas, los cobros sin facturas se justificaban como "informes verbales". El refugiado mallorquín y su familia han perfeccionado "la asesoría legal por teléfono". Nadal, el abogado exprés de cuya gestión pública desconfía la justicia –la sociedad– hasta el punto de prevenir una hipotética fuga con la retirada de su pasaporte, puede decidir el futuro de Palma y de Balears desde su concejalía en Cort.

De este modo salta en añicos el código ético en el que se ampara la ficción de la recomposición del Pacto de Progreso. Por lo visto, el citado manual se aplicará a rajatabla a todos los políticos que no hayan sido imputados en casos de corrupción. Desde el momento en que se les imponen medidas cautelares –que refuerzan las sospechas sobre su actuación– quedan exentos y a merced del código penal.