La victoria de Grecia en la Eurocopa es, además de sorprendente, mala para el fútbol, pero buena para el negocio. Ni los propios futbolistas helenos se habrían visto campeones antes de abandonar Atenas. Su entrenador, el alemán Rehhagel, ha sabido explotar al máximo los escasísimos recursos de que dispone, pero ha demostrado a todo el continente que los mejores jugadores no son los que más cobran, sino los que más corren, pelean y se entregan.

Particularmente no me habría importado que la misma lección me la hubieran dado los checos. Sus clases, al menos, eran más divertidas. Pero si lo importante era aprender lo mucho que se paga a un jugador para fallar penaltis, léase Beckham, y la cada vez menor relación que se establece entre el rendimiento de un profesional del fútbol y su precio en el mercado, esta Eurocopa habrá valido la pena tanto por lo que se refiere a España- consuélense pensando que los dos finalistas estaban en su grupo- como a Italia, Alemania, Inglaterra, Francia e incluso, ayer, Portugal. El partido que cerró la competición no tiene historia. Lo peor que se puede decir de las sucesivas víctimas de los griegos es que ninguno de ellos encontró el antídoto contra su juego ordenado, disciplinado y poco vistoso. Ni siquiera, como Scolari, a doble partido. Nadie podrá decir que el título es injusto.