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Crónica

Hacia rutas salvajes

Exotismo puro de Marisa Mestres en la Guayana venezolana

Marisa Mestres. Arcopress

Entre 1958 y 1962 Marisa Mestres vivió en la Guayana venezolana. Hasta allí llegó desde España acompañada por sus hijos pequeños para encontrarse con su marido, trasladado en 1957 para construir una central hidroeléctrica. Las vivencias que detalla en El Orinoco y yo proceden de anotaciones del diario que llevaba entonces, ordenadas convenientemente para su publicación.

Existen lugares y paisajes que por su condición de exóticos no necesitan que el cronista añada demasiado, y si no es un virtuoso de la pluma, a menudo es preferible que no añada nada en absoluto. La autora de estas páginas es muy consciente de esta premisa. Marisa Mestres, sobrina del pintor Félix Mestres y pintora ella misma, llegó a las orillas del Orinoco como esposa de ingeniero. Esa tierra sigue siendo hoy remota y exótica, pero en 1958 lo era mucho más. Lo que se detalla en el libro son las vivencias de un ama de casa acomodada y curiosa en un medio completamente ajeno: un choque frontal, una explosión de naturaleza, de zoología, geología y antropología que la asustaría al principio tanto como la cautivaría después.

El campamento al que llegan, situado a unos doscientos kilómetros de Ciudad Bolívar, contaba con una gran casa común, en la que vivieron mientras se construía una para la familia, y por el jardín "los ratones, lagartos, culebras, arañas, iguanas, escorpiones o cualquier otro animal paseaban a su antojo". Excursiones, fiestas, selva, personajes pintorescos, exploradores, descubrimientos y búsquedas de tribus indígenas jalonan estas páginas, escritas con naturalidad y cercanía. Páginas sin ningún vuelo literario, pero de gran interés humano. Hablando de la tribu de los Maquiritares, señala: "De inmediato nos ofrecieron chicha (€), un brebaje hecho de yuca fermentada que no sobrepasaba los cuatro grados de alcohol pero que se bebía en grandes cantidades y terminaban más tarde todos borrachos. Bebían mucho de este brebaje para festejar la recolección de sus cosechas u otras celebraciones especiales". Precisamente una de esas celebraciones era el ritual de paso de la pubertad, en el que debían "demostrar valor y entereza mediante varias pruebas. Una de ellas consistía en pegarse al cuerpo y a la cara una especie de hormigas gigantes".

La curiosidad intelectual la lleva a recoger canciones indígenas, entre ellas esta nana de los Guaraunos: "Duerme / Hermano chiquito, / no llores, duérmete, /el tigre vendrá / a por ti / si continúas llorando, / duérmete". Sin embargo, algunas de las páginas más interesantes de este libro son las dedicadas al Salto Ángel, donde nos cuenta la historia, tan de Alberto Vázquez Figueroa, del aventurero y aviador norteamericano Jimmie Angel, descubridor de la imponente cascada.

En 1934 Jimmie Angel conoció en Panamá a Robert Williamson, quien lo contrató como piloto para ir en busca de un yacimiento de oro que decía haber encontrado junto a un amigo irlandés. Atraído por la paga, Jimmie Angel se internó con su avioneta Flamingo por el Orinoco en compañía de Williamson, pero no encontraron nada. Poco después Jimmie volvió a Estados Unidos y Williamson desapareció obsesionado con encontrar el oro. Jimmie volvería en varias ocasiones para seguir con la aventura como homenaje a su amigo. Y así fue cómo en 1937, accidentalmente, descubrió la cascada que lleva su nombre.

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