Diario de Mallorca

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Un tal Andrew

E. L. Doctorow sigue rebajando su propio listón en su décima novela, pero mantiene el interés

E. L. DOCTOROW

El cerebro de Andrew

Traducción de I. Ferrer y C. Milla

ROCA, 176 P., 16,90 €/E-B., 7,99 €

El cervell de l´Andrew

Traducción de Maria Iniesta

EDICIONS DE 1984, 208 PÁGINAS, 10,90 €

En sus últimos libros, desde Ciudad de Dios hasta la fecha, Doctorow ha bajado el listón de sus mayores logros: El arca de agua, Ragtime, La gran marcha. Ello no implica que su obra haya perdido interés, pero ha diluido su capacidad de conmoción. Así, no es sencillo dilucidar si su décima novela hasta la fecha, El cerebro de Andrew, es una historia truncada o una anécdota alargada.

La novela es la aventura de un gafe, aunque también podría ser la de un mentiroso e incluso la de un loco. Lo que Andrew cuenta puede admirarse como la peripecia efectiva de una fatalidad, como la peripecia interesada de una manipulación ("simulación", escribiría Doctorow) o como la peripecia disparatada de una alucinación. Y es que Andrew, un estudioso de la ciencia cognitiva que habla de sí mismo en primera y en tercera persona a un doctor sin nombre -oyente que a su vez, multiplicados los espejos, podría ser el propio lector o un sosia de Andrew-, admite ser contemplado como una encarnación de la desdicha, pero también como un contumaz mitómano o un caso clínico.

Un libro en el que la idea de lo que el cerebro significa es protagonista ha de acatar por principio una pluralidad de respuestas. Pero sea una visión contemporánea del santo Job, sea Andy el embustero o sea un esquizofrénico al mando del discurso, algo no acaba de funcionar en la intención de la novela, en el nexo que vincula esa compleja idea bio-psico- y antropológica del cerebro con la que ha sido la preocupación fundamental de Doctorow como creador: la plasmación de un fresco de la vida en Estados Unidos durante el último siglo y medio.

Aunque es cierto que es un país reciente el que aparece en El cerebro de Andrew, la "América" del 11-S y de sus gestores, incluidos Bush Junior y sus cachorros en una coda por momentos hilarante, la sensación que deja el libro es que la metáfora resulta confusa. Es probable que, en efecto, un cerebro indefinible, una voz errática, en definitiva un narrador poco fiable sean buenos ejemplos para interpretar los últimos años de vida en Estados Unidos, pero es como si el texto alentara una descompensación demasiado profunda entre historia e Historia. O entre ficción y realidad. Es evidente que equilibrio es una palabra hermosa y un arte difícil de conquistar, incluso para un novelista tan grande como Doctorow.

De modo que el lector no sabe a qué carta quedarse, pues aceptar a todos los posibles Andrew es tan poco elegante como no aceptar a ninguno. Quizá, a la postre, lo crucial es lo que insinúa la moraleja que cierra la novela a propósito de Mark Twain y de sus hijas. Que los cuentos, provengan de un fatalista, de un mentiroso o de un loco, sólo existen para convencer a los niños de que el mundo es un lugar seguro. Aunque, ¿quién sabe qué Andrew será entonces el que nos habla?

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