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Con ciencia

El origen de las palabras

Raro es el año en el que no se publica algún experimento destinado a explicar cómo tuvo lugar la evolución del lenguaje. Incluso existe un congreso internacional, Evolang, que se celebra de forma regular cada dos años y está dedicado a ese asunto. Es fácil entender por qué el lenguaje interesa tanto a la ciencia: nuestra forma de comunicación es única en la naturaleza. Por mucho que se haya querido asimilar a la de los chimpancés e incluso a la de las abejas, no existe en el mundo de los seres vivos ninguna otra combinación fonético-semántica que cuente con lo que Chomsky denominó recursividad, esa virtud que permite generar un número virtualmente infinito de mensajes a partir de muy pocos fonemas.

Llevo cuarenta años interesado en la emergencia del lenguaje dentro de mis actividades profesionales académicas y tengo para mí que nunca sabremos cómo fue. Pero las pinceladas acerca de alguno de sus rasgos particulares sí que se pueden alcanzar. El último ejemplo que conozco -al margen de una especie de recopilación poco seria publicada en uno de los diarios españoles de más tirada- es el del artículo de Markus Perlman, Rich Date y Gary Lupyan, del Departamento de Psicología de la universidad de Wisconsin en Madison el primero y el último y del centro de Ciencias Cognitivas e Informativas de la universidad de California en Merced el segundo. El trabajo ha aparecido en la revista Royal Society Open Science y en él los autores vuelven sobre un asunto que ha intrigado a los filósofos desde la época de Platón: ¿qué relaciones existen entre el sonido y el significado de una palabra? Dicho de otra manera, ¿cuál es el alcance de las onomatopeyas? ¿Resultan tan cruciales que incluso sin conocer una lengua hay palabras importantes en ella que basta con oírlas para entender lo que quieren decir?

El experimento de Perlman, Dato y Lupyan consistió en desarrollar en el laboratorio un sistema nuevo de símbolos vocales ofreciendo a los participantes 18 significados y pidiéndoles que inventasen una palabra para cada uno de ellos. Como la tarea fue iterativa, repitiéndose durante un cierto tiempo, pronto se alcanzó una convergencia en el par sonido-significado de forma que quienes no habían participado en la creación de las nuevas palabras podían deducir de manera correcta su significado. Esa especie de onomatopeya perfecta es calificada por los autores de "iconicidad", que sería tanto la explicación como la característica del sistema rudimentario de comunicación.

Resulta fácil entender las ventajas evolutivas de una asociación fonético-semántica peculiar que permita inferir el significado de una palabra incluso para quienes jamás la oyeron antes. Pero eso sólo explicaría -y por los pelos- de qué manera se formaron las primeras palabras que, de acuerdo con los expertos, fueron de advertencia acerca de una amenaza que se presenta de súbito. Desde ahí al lenguaje más allá de las onomatopeyas, el misterio sigue en pie.

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