He trabajado –he vivido– veinte años a una mesa de distancia de Pep Rosselló. Sin ningún problema de convivencia, un mérito exclusivo suyo. Era radical, pero calmado y conciliador, no atizaba las hogueras. Los periodistas sin escuela tendemos a la sobreactuación, creemos que el único modelo es Walter Matthau en Primera plana. Aprendí de Pep que una redacción –un equipo– se nutre del ensamblaje creativo de temperamentos contrapuestos. Un club de histéricos se estrella, una balsa de flemáticos se estanca.

Pep contrapesaba. Nacimos al mismo año en el mismo barrio de Palma, pero sólo nos conocimos hace demasiado tiempo como alumnos del instituto Ramon Llull. El encarnaba la libertad resuelta y antijerárquica del Nanterre mallorquín, a mí me gustaría. He seguido su meridiana evolución ideológica desde la adolescencia. Le deslumbró el periodismo, esa profesión bella a condición de que la abandones a tiempo (García Márquez). Pero si la abandonas, nunca habrás sido periodista.

Si corres detrás de los acontecimientos, te adelantarán. Querría asignarle esta máxima, nunca sabremos si la aceptaría. Me hice paciente en un periódico, templo de la ansiedad, porque Pep también me enseñó a perder los nervios con tisana de fatalismo. Y sin embargo, su carrera había empezado con un estallido que conmocionó Palma. Ni siquiera llegaba a veinteañero cuando escribió un artículo en el antiguo Baleares sobre los litris, que se concentraban en la plaza de España. Eran el equivalente de los niños bonitos, de los pijos con sus botas tejanas, sus premissoni, sus vaqueros y sus trencas. No se hablaba de otra cosa. Generó una polémica en la que sus compañeros de curso detectamos atónitos la energía sísmica del periodismo.

Pep ha muerto cuando los litris han tomado el poder. La realidad es incorregible. Los señoritos del Cristal han copado Cort, el Consell y el Govern. Visten igual que entonces. Piensan lo mismo, porque menos sería difícil. Pep nunca presumió de un artículo, y los escribía mejores que los literatos a quienes no regateó elogios, desde la convicción de que sólo la cultura fabrica un pueblo. Se batió en y por este periódico contra el atropello del Basural. Ni siquiera se inmutó cuando su radiografía del escándalo le costó una demanda judicial, que ganaron él y la dignidad.

Si la generosidad no fuera un pecado periodístico, le agradecería en público a Pep la que mostró conmigo. Supongo que se espera de este párrafo la colisión con su nacionalismo axiomático. Lo siento pero, con los litris al timón, hoy no estoy tan seguro de discrepar de su certeza de que la pérdida de identidad explica la destrucción de Mallorca. El periodismo fluía natural, a una mesa de distancia de Pep, pero ya no es así.