Cómo cambia la ciudad bajo la lluvia. Podría escribirse todo un tratado de como altera las percepciones de distancia. Los reflejos de las luces. Los sonidos. Esos rasgamientos que producen los coches en los charcos...
Pero si en algo nos cambia la idea de ciudad, es con respecto a los refugios ocasionales. Cuando nos coge el chaparrón en medio de la calle, buscamos instintivamente algún alféizar, toldo, cualquier saliente o portería que nos sirva de parapeto ocasional.
Y de repente descubrimos que en aquella calle que teníamos por una vía sin interés alguno, contiene otros atractivos. Te metes debajo de una tribuna, y encuentras el lugar francamente acogedor. La lluvia cae enfrente tuyo, la gente corre. Pero tú sigues tranquilamente a salvo, mientras incluso te permites curiosear por el escaparate de un comercio cerrado.
Al estar retenido por el turbión durante cierto tiempo, aprendes a apreciar detalles que hasta entonces te habían pasado inadvertidos. La cañería de zinc del desagüe, que rebosa con el aguacero y parece una escultura tan tersa y brillante. Los dibujos del pavimento, que nunca te habrías detenido a mirar. Incluso haces un pequeño recuento de los otros refugios de la calle. Sintiéndote privilegiado por contar con uno lo suficientemente amplio, mientras que otros paseantes se han de contentar con pequeños entrantes. Salpicados por la lluvia y desprotegidos.
A partir de ese momento, cada vez que pases por esa calle redescubierta, buscarás inconscientemente esos rincones. Recordarás el largo rato que estuviste allí, esperando que amainara. Y apreciarás los valores que hasta entonces no habías descubierto. Como una nueva geografía de la ciudad mojada.
Cuantas veces ocurre lo mismo con las personas. Y hace falta que llueva en nuestra vida para descubrir quiénes se ofrecen como refugio y quienes dejan que te salpique la lluvia.
