La afición de Antoni Despuig por la cartografía debió surgir, o por lo menos desarrollarse, con la llegada a la isla de Vicente Tofiño y José de Vargas Ponce, que habían recibido el encargo del ministerio de Marina de trazar las cartas de las costas españolas y sus derroteros. Tal como dejó escrito Vargas Ponce, Despuig fue una ayuda indispensable para llevar a cabo su labor en Mallorca, pues "nos acompañó en todos nuestros viajes, haciéndonos notar cuánto lo merecía". La escasez de los antiguos mapas de la isla, su insuficiencia e inexactitud y su toma de conciencia en la importancia de poseer información cartográfica moderna para ayudar al progreso del país le animaron a levantar y sufragar un nuevo mapa de Mallorca. Tras la recogida de los datos topográficos, geográficos y toponímicos, la traza del mapa fue encargada a Josep Muntaner Moner, perteneciente a una extensa saga de grabadores y pintores mallorquines, que lo buriló en 1785. Despuig dedicó el mapa a la Princesa de Asturias, María Luisa de Borbón. Tal como recoge Joan Llabrés en su Noticiario, dicha obra, "por ser la más bien acabada de su género, mereció el aplauso de la Real Academia de París, de otros cuerpos científicos y de los más célebres geógrafos".

Durante este mismo período de estancia en Palma, Despuig también participó activamente en la realización del primer paseo extramuros de la ciudad, Ses Quatre Campanes, en el camino de Jesús, del cual ya se habló en otra ocasión.

De todas formas, y a pesar de estar involucrado en la vida mallorquina, Despuig sabía que su retorno a la isla era temporal. Prueba de ello es que antes de abandonar Italia, tras el terremoto de Calabria, para regresar a su patria, el mallorquín ya había movido las piezas, bajo la protección del duque de Grimaldi, para obtener la plaza vacante de auditor de la Rota Romana por la Corona de Aragón (dotado por el rey con la importante suma de cuarenta mil reales anuales). Vistas sus intenciones no se puede decir que Despuig no tuviese grandes ambiciones. Tan alta dignidad nunca había recaído en un mallorquín, pues siempre había sido alternada ordenadamente entre valencianos, catalanes y aragoneses.

Ahora tocaba el turno de ocupar la plaza a los valencianos, que no pocos hilos movieron para hacerse con el cargo. Ahora bien, las buenas relaciones que había cultivado Despuig en Madrid, especialmente con el conde de Floridablanca, inclinaron la balanza a favor suyo. El 7 de mayo de 1785, Pío VI firmaba su nombramiento. Al llegar la noticia a Palma fue muy celebrada. Antoni Despuig recibió todos los honores: el Ayuntamiento de Palma le nombró hijo ilustre, ingresando su retrato en la pinacoteca de la Sala; el Capítulo Catedralicio le congratuló por su nombramiento; la Universidad Literaria; la Sociedad Económica... "Mallorca entera entonó un coro de alabanzas en honor del egregio varón que parecía llamado a dar gloria a su país en los más altos puestos". Despuig regresaba a Roma. Allí fue recibido por el Papa y se integró como pez en el agua en la vida cotidiana de la corte pontificia.

Al mismo tiempo, su acomodada situación le permitió desarrollar su curiosidad artística viajando por toda Italia, dejándose impresionar por los restos arqueológicos y monumentales, admirando la buena pintura y alimentando su bibliofilia. Fue durante esa época que empezó a adquirir piezas arqueológicas de la Antigüedad clásica, procurándose una colección cuyo destino, tenía pensado desde un principio, sería Mallorca, concretamente la alquería de Raixa, propiedad que los Despuig poseían desde 1620, y que se había convertido en lugar de descanso de la familia. Ese afán por los restos arqueológicos tomó gran importancia a partir de la adquisición de una viña en Arricia, junto a los montes Albanos. Anteriormente, ese terreno había sido comprado por un escocés, también aficionado a las antigüedades, con el propósito de realizar allí excavaciones arqueológicas, pues según sus investigaciones, en el subsuelo de esa viña se encontraba la antigua Arricia, mencionada por Estrabón, en la que Dominiciano levantó un soberbio templo en honor de la ninfa Egeria. Empero el escocés no tuvo suerte en sus intentos arqueológicos y no tardó en querer desprenderse de la finca. Fue entonces cuando se la vendió a Antoni Despuig. El mallorquín, entre 1787 y 1796, puso todo su empeño, y no pocos recursos económicos, en excavar el terreno. A final, todo ese esfuerzo tuvo su recompensa, pues fueron hallados vasos etruscos, ánforas romanas, bronces, esculturas griegas y romanas, lucernas, urnas cinerarias... proporcionándole una copiosa y valiosa colección que fue catalogada y trasladada a Raixa "poniendo su mayor ilusión en dotar a su patria con estos venerandos vestigios y en aumentar más el lustre de su claro linaje con un precioso legado de alto valor cultural". También fue en esa época que dio el impulso definitivo a la beatificación de Sor Catalina Thomàs.

En la Ciudad Eterna, Despuig fue ganando nuevas simpatías entre los obispos y cardenales. Esta labor incansable dio sus frutos en 1791, cuando se le nombró obispo de Orihuela. Durante su episcopado se dedicó a dar refugio a los franceses que huían de los trágicos acontecimientos provocados por la Revolución. A los pocos años hubo un importante conflicto entre el arzobispo de Valencia y el capitán general, que acabó con la huida del prelado (1795). Ello provocó que Despuig, que gozaba de la confianza del rey, fuese el encargado de sustituirlo. Como era de esperar, esta decisión de urgencia se mantuvo provisionalmente. De hecho, antes de que acabase el año, el prelado mallorquín fue nombrado arzobispo de Sevilla. Una vez en la capital hispalense, Despuig entró de lleno en la complicada vida política española, capitaneada por Godoy. Fue durante ese período que las tropas de Napoleón ocuparon Roma (Tratado de Tolentino), mientras el Papa Pío VI quedaba secuestrado en una cartuja cercana a Florencia. Ante esa situación tan delicada para la Iglesia, el rey de España envió una comisión de tres arzobispos ?entre los que se encontraba el de Sevilla? a Italia en auxilio del Santo Padre. Por lo que se puede leer en las cartas conservadas y en el detallado diario que escribió Despuig, se deduce que el mallorquín hizo migas con el Papa, estableciéndose cierta complicidad entre ambos. Estando junto al santo Padre, el arzobispo de Sevilla se sinceró y le reconoció que quería renunciar a la mitra sevillana. En aquellos momentos tan difíciles sólo deseaba quedarse junto al pontífice. Por ello, Despuig pidió la vacante del Patriarcado de Antioquía, dignidad que se ejercía desde Roma. Lo consiguió en 1799, por lo que se estableció en la Ciudad Eterna. Tal como recuerda José Orlandis, tras la muerte de Pío VI, el cónclave que había de escoger nuevo Papa pudo celebrarse con éxito en Venecia, gracias a los esfuerzos de dos futuros cardenales: Ercole Consalvi y Antoni Despuig. Además, el mallorquín intercedió por el cardenal y monje benedictino Bernabé Chiaramonti, el cual fue proclamado Papa bajo el nombre de Pío VII. Fue el nuevo pontífice que, reconociendo la labor de Despuig, le concedió el capello cardenalicio (1803).

El cardenal Despuig demostró sobradamente su lealtad al santo Padre. Pío VII, obligado por Napoleón a abandonar Roma, despojado de todos sus bienes, sumido en la más absoluta pobreza, fue desterrado a Francia. El cardenal mallorquín no sólo no se separó de él, sino que pagó todos los gastos del viaje. Después, Antoni Despuig se trasladó a Mallorca, donde residió de 1804 a 1807. Este último año regresó a Roma, donde se mantenía la pugna entre Napoleón y Pío VII. Allí fue encarcelado por los franceses. Fue trasladado a París para posteriormente ser liberado. El propio Napoleón le concedió licencia para regresar a Roma. Pero durante el regreso, en la ciudad de Lucca, encontró la muerte. Sus restos descansan en la iglesia conventual de Santa Magdalena de Palma.