En Barcelona fueron los socialistas los que que prohibieron el ir desnudos o semidesnudos por las calles de la ciudad. El enseñar torso, el hacer públicas las carnes, el andar en el asfalto como si estuvieras en la Barceloneta, se puede saldar con multas de 300 y hasta 500 euros.No se salvó ni Shakira por saltarse la normativa y bañarse en una fuente. ¡Ni qué fuera la Eckberg! Había más permisividad en la Roma del neorrealismo que en la Barcelona de Montilla y del convergente Artur Mas. ¿Y en Palma?

Con vocación de convertirnos en ciudad turística todos los días del año y en el destino más trasegado por el ratón de internet, andamos sin carta magna que regule los destapes de los viajeros de paquete. Así a partir de junio, cada cual hace de su capa un sayo, es decir, que se lo quita si es menester y sobre todo si el mercurio se pone tozudo y muy altivo, mirándonos por encima del hombro. Estos días de alerta naranja el espectáculo está servido. Y va de la Rambla a la cornisa mediterránea.

Palma, ciudad balneario, Palma, Benidorm, Palma Marbella, es pródiga en pasarelas al aire libre de poca ropa. Los días de crucero se alcanza el no va más. Ya no somos aquella ciudad que mojó a Errol Flynn, que la eligió para bebérsela con una boca grande. Ahora asistimos impertérritos a ver vientres generosos y unas tetas caídas que descuelgan de unos biquinis raídos y unos panzones de miedo. Se acabó cierto porte. Pero la ciudad ávida de cash mira hacia otro lado. Ni les ve.

No somos excepción. La proporción es idéntica en otras Babeles. El mundo entero es un zoo de turistas que se desnudan en un periquete no porque hayan hecho del ‘ligero de equipaje’ de Machado su lema sino porque la condición de turistas lleva implícita cierta dosis de vulgaridad.

Justificarán que con este calor, debemos ser comprensivos cuando vemos cuerpos en traje de baño sentados en una terraza como quien está en un chiringuito de playa o que no debe inquietarnos ver esas carnes sudorosas sin camisa sentadas en una terraza, esas terrazas ganadas, robadas al espacio del peatón, al espacio público, degustando una hamburguesa con sobredosis de mostaza y ketchup. La última pincelada que faltaba al cuadro que dan algunos turistas de un destino entregado al destape.

No son los visitantes los que se desnudan sino la propia ciudad que se abre de piernas al permitir que sin ningún juego amoroso, sin hacerle la corte, la posean como quien hace suyo un cuerpo que jamás tendría si no fuera pagando. Si somos ciudad de verano, no digo que regresemos a los modales de nuestros abuelos que iban tapados de arriba a abajo, pero si deberíamos recordar que fuimos hijos del gótico antes de caer en este postmodernismo de balaustrada.