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Antonio Papell

La ¿peligrosa? independencia de los jueces

Este país tiene una deuda de gratitud con los titulares del tercer poder del Estado. Como es sabido, el Poder Judicial no es propiamente un ente corporativo sino que está formado por la suma de poderes individuales que ostenta cada juez cuando toma libérrimamente decisiones en la soledad de su conciencia. Y a ese conjunto el Estado democrático le debe una serie de logros sin los cuales su integridad habría decaído gravemente.

En primer lugar, la Justicia ha desarbolado en gran medida la corrupción de la clase política, sorteando obstáculos y cumpliendo impasiblemente con su obligación. De nada han servido presiones ostensibles a la hora de la verdad. Los grandes casos de corrupción han sido o están siendo depurados y la inmensa mayor parte de los corruptos están en la cárcel o terminarán en ella, a pesar de que el estamento de profesionales de la política ha sido incapaz de autorregularse.

En segundo lugar, el conflicto catalán está siendo conducido con mano bastante diestra por el poder judicial, que aplica la ley con un rigor bien poco objetable, y que ha hecho un esfuerzo fecundo por mostrar a la ciudadanía la gravedad de una intentona golpista que tenía por objeto la desmembración de este país, y que gestiona el presente y el futuro con la fría y discreta determinación de quien se limita a cumplir el mandato constitucional y las leyes legítimas de que nos hemos dotado voluntariamente.

Ello ha sido así a pesar de las trampas saduceas que el poder político ha puesto en el camino de la judicatura: las marrullerías introducidas por el legislativo en la independencia judicial (la perversión que introduce el sistema de cupos) y de un dudoso sistema de puertas giratorias por el que han discurrido algunos jueces concretos entre la política y la toga. La institución ha salido bastante indemne de la prueba y la opinión pública cree hoy masivamente que el poder judicial es, globalmente, insobornable y recto, aunque pueda haber alguna ocasional desviación.

Dicho todo lo anterior, hay que hacer una precisión que justifica el título que encabeza estas líneas y que habrá alarmado a más de uno: la independencia judicial -representada por la efigie de la justicia que blande una espada y sostiene una balanza con los ojos vendados- es de una utilidad extrema en el cometido ordinario de jueces y tribunales, que es impartir justicia, resolver conflictos, sancionar conductas reprobables. Pero es un arma peligrosa cuando se empuja al juez a desempeñar una función política. La política es por definición negociación y pacto, y el juez, en su cometido, no puede negociar ni pactar: debe aplicar la ley en sus justos términos, sin concesiones ni excesos. Hay, en fin, una antinomia clara entre justicia y política.

Viene esto a cuento, es obvio, del conflicto catalán, que está siendo gestionado por los jueces, no por voluntad propia de estos sino por incomparecencia de la política y de los políticos en los últimos meses/años. La iniciativa de aplicar el artículo 155 ha sido tan tardía que no ha logrado evitar que muchos independentistas incurrieran en responsabilidades penales, y, tras la intervención de la autonomía, no había un proyecto político preparado sino apenas la celebración de nuevas elecciones que, como a la vista está, han servido de bien poco. La realidad es que son los jueces quienes, en uso de sus atribuciones, están marcando el calendario, negándose a las marrullerías, oponiendo el principio de legalidad desarrollado en sus autos y resoluciones a las veleidades del soberanismo. Son, en definitiva, independientes, por lo que cualquier intento de que ellos también hagan política fracasará estrepitosamente. La independencia judicial es en definitiva un artefacto peligroso para quien pretenda jugar a la política con los jueces. Y este haz tiene lógicamente su envés: se equivocan los políticos, con el gobierno a la cabeza, si creen que los jueces les sacarán las castañas del fuego. El poder judicial no sirve para resolver los conflictos políticos, aunque intervenga en ellos.

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