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Antonio Papell

Era un golpe de Estado

El procés no era política, en el sentido democrático del concepto: era un golpe de Estado. Las investigaciones sistemáticas del juez instructor del Tribunal Supremo Pablo Llarena apuntan a la existencia de un "concierto inicial", de un plan organizado por partidos y grupos de diversa índole, encaminado a conseguir la independencia por métodos subrepticios, manifiestamente ilegales e imposibles de encajar en el ordenamiento emanado de la Constitución.

Llarena ha ordenado a la Guardia Civil que detalle en un informe la participación de los partidos PDeCAt y ERC, de las Asociaciones ANC y Òmnium y del llamado comité estratégico del documento Enfocat, que sería, según el magistrado, la hoja de ruta independentista. Al parecer, el referido comité estratégico, además de a Puigdemont y a Junqueras, incluía a la número dos de la candidatura de ERC para las elecciones del 21-D, Marta Rovira, al presidente y vicepresidenta del PDeCAT, Artur Mas y Marta Pascal, y a la presidenta y la portavoz de la CUP, Mireia Boya y Anna Gabriel. Había igualmente un comité ejecutivo de seis personas -Mas, Junqueras, Puigdemont, Sánchez, Cuixart y Jové-, comandado por Mas, que era el núcleo ejecutor del golpe. De momento, Llarena pretende -según fuentes de la investigación- detectar a los partícipes del "plan concertado", en el que podían haber intervenido también mandos policiales. Finalmente, valorará la participación de cada uno y ampliará previsiblemente el auto de 24 de noviembre en que asumió la causa por rebelión, sedición y malversación contra los actores independentistas que vulneraron conscientemente la legalidad y que tuvieron que ser reprimidos mediante la aplicación de un mecanismo constitucional extraordinario, el artículo 155 de la Constitución.

Es lo que procede cuando en una democracia se produce un golpe de estado, es decir, la confabulación de una serie de actores para subvertir ilegalmente el orden constitucional vigente y reemplazarlo por otro distinto. El soberanismo se ha desentendido del marco jurídico, plenamente legítimo y acordado por la ciudadanía española en su conjunto, y ha intentado unilateralmente la secesión, sin sujetarse a las normas vinculantes que el propio régimen democrático ha generado. Y la policía autonómica, por acción u omisón, ha colaborado claramente con la intentona.

La expresión "golpe de Estado" apenas se ha utilizado en este asunto, probablemente porque esta figura revolucionaria ha servido sobre todo para designar cuarteladas integristas contra regímenes constitucionales -el pronunciamiento de Franco en 1936, el golpe de Tejero en el 81-, y el nacionalismo, incluso el radical, ha gozado inmerecidamente en este país de una pátina equívoca de prestigio que acaba de perder, esperemos que de forma definitiva. Con todo, conviene llamar a las cosas por su nombre, tras hacer abstracción de las demás características ideológicas de los partidos concernidos. Porque lo cierto es que el independentismo catalán ha producido un totum revolutum de difícil aprehensión: las familiaridades de la antigua Convergència con la CUP son un misterio, que sin embargo ha tomado encarnadura.

En definitiva, lo que los tribunales deben hacer es desentrañar ese golpe de Estado y aplicar sin complejos la legislación vigente. Es cierto que la subversión de la legalidad es una actitud con intensa relevancia penal que sin embargo no genera el rechazo que producen otros delitos, pero gran parte de la opinión pública condena con todas sus fuerzas este intento de demoler la convivencia, que ha producido ya efectos muy perturbadores sobre la cohesión cívica catalana, sobre la relación entre Cataluña y el Estado, sobre el desarrollo económico de este país.

Es importante que un sector de ciudadanía que ha visto con naturalidad estos movimientos secesionistas se percate de que no han sido maniobras inocuas ni faltas leves. En democracia, se castiga la infracción de la ley, siempre con racionalidad. Y si no se producen hechos irreparables, la piedad y el perdón son fáciles de arbitrar. Pero ha de quedar claro que no hay aquí impunidad para desconocer que estamos bajo el imperio de un gran pacto social que puede y debe perfeccionarse pero no violentarse arbitrariamente. El Supremo ha de dar, en fin, una soberana lección de pedagogía que haga recapacitar a quienes se han equivocado radicalmente de camino.

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