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La raza vuelve

En todos los años de mi vida -y por suerte ya son muchos- nadie me ha exigido especificar mi raza en un documento oficial. Nunca he tenido que decir si soy blanco, negro o amarillo, ni durante el franquismo ni en los 40 años de democracia, ni tampoco cuando he pedido visados para viajar a países con los que no teníamos relaciones diplomáticas. Nunca. Y eso demuestra que he vivido en una época bastante civilizada (descontando los años del franquismo, claro está). En términos administrativos, la raza de cada uno de nosotros no existe porque lo único que importa es el nombre y la edad, y la nacionalidad y el sexo, y el DNI y una foto, y punto. Es más, la palabra "raza" evoca de inmediato lo más tenebroso de la condición humana: el Holocausto judío, el apartheid en Sudáfrica, la segregación racial en el sur norteamericano, los delirios supremacistas de la extrema derecha. Y por eso mismo, esa palabra ha desaparecido por completo de nuestro vocabulario.

Pero quizá estoy hablando de una situación que ya pertenece al pasado. Y es que la palabra "raza" está volviendo a usarse en la documentación administrativa y académica. Y peor aún, ahora se considera un gran adelanto en favor de la diversidad de todo tipo (racial, sexual, cultural). Porque los que están rescatando el concepto no son los ideólogos supremacistas blancos, sino los pretendidos defensores de las minorías discriminadas. Y lo hacen para que en un futuro se puedan introducir políticas de promoción racial o se pueda defender mejor a las minorías raciales. En Portugal, por ejemplo, varias ONG exigen que se especifique la raza de los ciudadanos en las estadísticas oficiales, para demostrar con datos objetivos que los ciudadanos negros tienen un peor nivel de vida que los blancos. La Constitución portuguesa se opone a toda catalogación racial, pero las ONG han recurrido a la ONU y ahora el Tribunal Constitucional tendrá que pronunciarse. O sea, que dentro de nada un país de la Unión Europea podría catalogar a sus ciudadanos en función de su raza. Como en la Sudáfrica del "apartheid". Y quienes promueven estas cosas dicen actuar por el bien de las minorías oprimidas. Asombroso.

La cosa va en serio. Las universidades inglesas están introduciendo la costumbre de especificar la raza y la religión en todas las fichas académicas. Y no sólo eso, sino que también hacen constar la orientación sexual y el estado civil de la persona. Y todo eso se hace con el benemérito propósito de no ofender ni discriminar a nadie. Vale, de acuerdo, pero ¿qué importancia tiene saber todo eso? Preguntar esas cosas supone fisgonear de forma indecorosa en la vida privada de cada uno de nosotros. Y además, esas preguntas son muy difíciles de contestar. ¿Cuál es mi religión, por ejemplo? Pues la verdad, si soy sincero debería contestar que no lo sé muy bien.

El problema de esas preguntas es que tienen muy difícil respuesta. Y lo mismo pasa con la raza. Uno puede ser blanco o negro, pero ¿qué pasa con los mestizos? ¿Y con los de piel morenita, como yo mismo? ¿Tenemos derecho a proclamarnos blancos sin incumplir ninguno de los preceptos de la cromatología racial? Según el catálogo de colores de Pantone, entre los muchos tonos del blanco hay un blanco invernal, un blanco antiguo, un blanco cisne, un blanco espárrago y un blanco lirio (y muchos más). ¿Cuál elegimos para definir nuestra raza blanca? ¿El blanco invernal? ¿El blanco lirio? ¿El blanco espárrago? Un lío.

Jugar con la raza de los ciudadanos, por bienintencionado que sea el propósito, es jugar con fuego. Cuando Ruanda y Burundi eran un protectorado belga, a comienzos del siglo pasado, hutus y tutsis convivían sin problemas. Es más, muchos hutus y tutsis no sabían qué eran porque casi nadie usaba estas catalogaciones étnicas. Pero en 1934 las autoridades belgas introdujeron las cédulas de identidad. Como Bélgica era un país dividido en dos comunidades, valones y flamencos, alguien pensó que sería una buena idea dividir a los ciudadanos de Ruanda-Urundi según su filiación étnica. Mucha gente no sabía cuál era su tribu, así que se tuvo que improvisar una medida puramente simbólica: toda persona que tuviera más de diez vacas sería tutsi, y toda persona que no las tuviera sería hutu. A partir de entonces empezaron los privilegios para los tutsis y el odio y el resentimiento entre los hutus. Hubo guerras y enfrentamientos, y en 1994, en algo menos de un mes de locura inconcebible, casi un millón de tutsis fueron eliminados a golpes y a machetazos. Cuando las milicias hutus iban buscando víctimas, lo primero que hacían era pedir la cédula de identidad. Y allí venía estipulada la fatídica diferenciación entre "hutu" o "tutsi", una diferenciación que le costó la vida a casi un millón de personas.

Cada vez está más claro que las causas bienintencionadas que se fundan en la defensa a rajatabla de la identidad y de la diversidad (racial, cultural, sexual) están devolviéndonos a los tiempos más siniestros del pasado. Se reclama el regreso de la censura para proteger a los niños, se acusa y se insulta a los jueces, se vuelven a introducir las divisiones raciales en las cédulas de identidad. Sólo un idiota podría llamar progreso a estas cosas.

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