Diario de Mallorca

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Daniel Capó

Habla, memoria

Toda cultura es vieja, antigua, incluso la que ha surgido en nuestro tiempo y creemos innovadora. Toda cultura emerge bajo una luz usada, gastada por el paso de los siglos, pero viva y llameante. Nuestras emociones más básicas -la ira, el miedo, el deseo- tienen sus raíces en un patrón neuronal que se ha ido modelando a lo largo de millones de años. El buen gusto responde a un aprendizaje adquirido a través de la familia, la escuela, la sociedad y el esfuerzo -o el talento- personal. Diríamos que, si la elegancia constituye el estilo propio de la civilización, la barbarie se caracteriza por su desprecio hacia las formas clásicas. Toda cultura es antigua precisamente porque es el resultado de una acumulación de capas asentadas sobre un zócalo primitivo que muy a duras penas logramos intuir, pero que en muchos sentidos continúa condicionando nuestras vidas de un modo u otro. Muchas de nuestras creencias morales nacieron hace dos milenios, entre Jerusalén, Atenas y Roma. Las lenguas que hablamos se remontan a esa misma época, si bien con las inevitables deformaciones que el paso del tiempo trae consigo. La democracia moderna se inicia con la Revolución americana, aunque sus padres fundadores tenían como modelo las viejas repúblicas mediterráneas. ¿Cómo escuchar las sinfonías de Anton Bruckner sin reconocer que detrás del brillo de sus metales se encuentra la polifonía de Palestrina, la complejidad contrapuntística de Bach, el cromatismo de Wagner o la rudeza primitiva del folklore austríaco? ¿Cómo escuchar la música de Leonard Cohen sin pensar en la monodia de los salmos interpretados en alguna sinagoga de su Quebec natal?

Los escudos de armas y las banderas forman parte de ese mundo misterioso, cuyos efectos simbólicos trascienden su funcionalidad inmediata. Su origen -nos cuenta Bartomeu Bestard en L'escut del Rei- sería medieval, como consecuencia de una necesidad militar: en el fragor de la batalla, los soldados tenían que localizar a su señor. A partir del siglo XI, "no es trigarà a veure -escribe Bestard- com antics i nous emblemes es comencen a col·locar en els escuts dels cavallers i en les gualdrapes dels seus cavalls. [?] En principi aquests emblemes seran únics i irrepetibles per a cadascún dels cavallers però, en poc temps, aquests símbols no trigaran a heretar-se, convertint-se així en emblema familiar o de llinatge."

Si toda cultura es antigua, necesitamos saber interpretar los símbolos del pasado para entender el presente. O al menos no vivir de espaldas a ellos, como si el futuro a su vez no dependiera del presente y del pasado. Y esto es lo que precisamente ha hecho Bartomeu Bestard, cronista de la ciudad de Palma, en este libro de reciente aparición, L'escut del Rei: dejar hablar a la memoria -ese principio de toda verdad, según nos enseñó Nabokov-, depurada por el conocimiento documental, a fin de iluminar la historia heráldica de la Casa Real de Mallorca. De la tribarrada a la cuatribarrada del antiguo escudo de la Universidad a la actual confusión de banderas, fruto de tantos errores y mixtificaciones, el ensayo de Bestard se lee -como es marca del autor- con la amenidad de un buen relato y la fascinación por el redescubrimiento de nuestro pasado. De fondo, la historia misma de la humanidad -la guerra, el poder, la traición, la lealtad y el deseo-, cifrada en las vicisitudes de un pequeño reino. El mundo medieval llegaba a su fin y surgía una nueva forma de modernidad, pero las lecciones siguen ahí presentes: la memoria y el olvido, por ejemplo. Y la cultura -en este caso, heráldica y vexilológica- como testimonio del tiempo, de la belleza y del dolor.

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