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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

Parlem

e las miles de imágenes sobre lo sucedido el domingo pasado en Catalunya me quedo con dos. Una, la de los miembros de una mesa electoral improvisando una partida de dominó en un aula escolar donde previamente se han apresurado a esconder la urna ante la llegada de los agentes antidisturbios. Cacé al vuelo esa instantánea, posiblemente a través de las redes sociales, y hoy no logro recuperarla, por lo que no puedo acreditar su autenticidad, pero en cualquier caso sería una estupenda metáfora. La otra fotografía corresponde a esa misma tarde y está tomada en la plaza de Cort de Palma. Unos niños de muy corta edad, a lomos de sus padres, sostienen sendos carteles con la frase "No se pega". Para mí son dos ráfagas visuales de gran ayuda para reubicar en nuestro sentido común la cascada de acontecimientos que nos desborda.

Esa primera imagen certifica lo que todos ya sabíamos; que quienes secundaron el referéndum ilegal lo hicieron conscientes de su provocación. Pero también atestigua que aún en las fronteras externas de lo lícito hay actitudes más coherentes que otras; quien pretende desafiar lo que no está permitido sabe que tarde o temprano hallará resistencia, por lo que se requiere prudencia o al menos cierto ingenio para eludir situaciones que no benefician a nadie y descargan de razones a todos. No sé con qué talante acudió la población catalana a depositar su papeleta en la urna, porque intuyo que los motivos son variados e incluso comprensibles muchos de ellos, pero me queda claro que para una consulta cuyos resultados han sido lo de menos en los sucesos posteriores y que no servirá para legitimar ninguna postura, había otras formas imaginativas de escenificar el derecho de un pueblo a manifestarse. A los organizadores les ha fallado la perspicacia y me duele sospechar que ha sido adrede.

Dicho esto, no hay absolutamente ninguna justificación para la brutalidad de determinadas escenas que se han producido estos días (por cierto, ¿por qué el domingo, en un contexto de supuesta vulneración masiva de la legalidad no hubo apenas detenidos y sí tantos heridos?). Nada ampara la ira física y verbal de la que todos hemos sido testigos, venga de dónde venga. La ley no se puede escudar en ninguna clase de abuso.

Ya todos convenimos en que la política no ha estado a la altura, de modo que cada uno de sus actores sin excepción, buenos monologuistas pero pésimos para el diálogo, están encadenados a la sarta de irresponsabilidades que nos ha llevado a los demás hasta aquí, por su tibieza, su soberbia y su falta de visión de la realidad (¿acaso no se ha rehuido durante años la apertura de canales para abordar no solo el tema de Catalunya sino otras viejas demandas que son en si mismas polvorines sociales en potencia?). Yo les preguntaría, a unos y otros, qué piensan hacer una vez que se aplaque este carrusel de pulsos que ahora mismo impide tomar distancia y que también genera angustia en el epicentro mismo del terremoto. Porque hay una sima por la que se despeñan la tolerancia, el respeto y la dignidad de los que hacía gala la sociedad catalana por encima de sus propias discrepancias y cerrarla va a requerir mucho más que medidas desesperadas. Tarde o temprano habrá que dejar hablar a todos, con garantías y respetando el derecho de la población catalana que no abraza la causa independentista y que también se siente coartada por sus propias instituciones.

Tomar partido lleva últimamente aparejado el riesgo de que, como mínimo, se dejen de oir los argumentos ajenos y eso se está notando tanto en la calle como entre quienes deben tomar las decisiones. En la calle engorda un sentimiento que en el fondo no es unitario sino que se nutre de varias frustraciones y genera una tensión que debe relajarse para que sea posible actuar con claridad. Por encima de ese ímpetu de una parte de la ciudadanía, que tiene derecho a expresarse pero no puede confundir los límites de la convivencia, hay un espacio político que tiene la responsabilidad de pacificar para poder construir una solución que sea real para que dure. El problema parece ser que mientras unos hacen lo que no deberían, otros no hacen lo que deberían hacer.

Lo que me lleva a la fotografía de los niños en la concentración de Palma. "No se pega", ha dicho Europa, como un adulto que reprende a un menor en un patio de colegio. Y nosotros, que ya lo sabemos, entendemos lo difícil que resulta muchas veces reprimir ese flujo interno que rebosa cuando creemos que algo es injusto, o nos provocan, contradicen o estresan, cuando amenazan nuestra posición o simplemente encontramos el terreno abonado para dar rienda suelta a nuestra rudeza congénita y animal. Comprendemos que la línea es fácil de rebasar, porque por eso mismo llevamos décadas insistiendo en que hay que desterrar la bofetada o el insulto del manual del educador, padre, madre o tutor, para que no lo imiten nuestros hijos; para que jamás crean que dar coces o arrastrar por el suelo a una persona tirándola de los pelos o amedrentar como energúmenos al que piensa diferente es un recurso que nos garantiza seguir teniendo la razón de nuestra parte, si es que en algún momento lo estuvo. Podría añadir alguna cita proverbial, pero usted y yo sabemos que molerse a palos unos a otros no es la respuesta.

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