Diario de Mallorca

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Hablemos de Mallorca

Hace muchos años, a la hora de comer, mi padre, un hombre parco en palabras, planteaba el tema de conversación. Seguíamos sus indicaciones a rajatabla. Hablábamos de todo un día con otro pero nunca se nos permitía desviarnos del tópico marcado para la fecha. La cosa solía empezar con un "¿y qué fue de??" pronunciado por nuestro padre.

Hoy me enfrento con el único tema que los hermanos habríamos rechazado de forma categórica: "¿Y qué fue de la política?". Pues miren ustedes: la política tal como la han dejado los políticos tras el debate de investidura de esta semana, no merece la pena. No quiero desperdiciar mi tiempo hablando de ella. Si las terceras elecciones nos llevan al día de navidad, sea. Yo, como muchos otros, me quedaré en casa comiendo pavo, con lo fácil que habría resultado dejar la campaña reducida a siete días. Total, ya nos sabemos sus argumentos? La racanería y estrechez de miras de nuestros diputados, senadores y cuarteles generales de los partidos los arrincona en la inutilidad. ¿Qué diferencia hay entre Donald Trump y los de aquí? No pretenden construir un muro en lugar alguno, claro (y no desdeñen la posibilidad de que alguien lo proponga para Cataluña), pero les parece expeditivo buscarles o inventarles delitos a adversarios incómodos, les parece legítimo quedarse con el dinero que han jurado custodiar. Que vayan al paro y sean sustituidos por una nueva generación amante de la libertad, la democracia y la generosidad con el bien común.

¿Y que fue de la política? Debe de estar intacta en algún sitio en el que se almacenan las cosas dignas.

Por otro lado, el tema que habríamos aceptado sin rechistar sería: ¿Y qué fue de Mallorca?

Cuando llegué aquí hace treinta años, la isla me sedujo. Me pareció un rincón mediterráneo como lo habría imaginado Gerald Durrell: perezoso, cálido, florido y con aceite de oliva y extranjeros en alpargatas. Había pueblos con elevada concentración de intelectuales o así se lo parecía a ellos, y fincas de payeses que cultivaban naranjas, olivas y almendras y que solo esperaban a septiembre para ir a pescar en sus llaüds. Había una burguesía seria y, lo comprendí pronto, corrupción y mafia como en Sicilia, qué se le va a hacer. Cultura milenaria. También había una ciudad espléndida.

En Palma había cortados llenos de construcciones anárquicas, blancas, ocres y hasta bermellón, cuajadas de palmeras, que recordaban el puerto y el zoco de Argel. Hacía poco que se había inaugurado el Paseo Marítimo, la primera aproximación a una capital de mar, y sobre él reinaba la catedral. Los nostálgicos recordaban cuando las calles llegaban al agua y cuando se nadaba en lo que luego fue puerto. Los palmesanos pudientes aún iban a veranear a barrios cercanos que hoy son parte de la capital. En las viejas casas de los viejos barrios del centro aún vivían ancianos sin medios.

No seré yo quien enmiende la plana a José Carlos Llop, el imaginativo cronista, cirujano poético de la villa. Solo que él habla de nostalgias y yo no conocí aquello. Sí sé lo que ocurre, sí sé la transformación que le está cayendo encima a la ciudad. Palma ya tiene un tráfico insoportable, ya tiene buenos hoteles, ya tiene mega yates (y, ay, mega cruceros), ya tiene excelentes restaurantes, hasta un barrio guarro para turistas borrachos. Hasta el mercado de Santa Catalina, más auténtico que el de La Boquería en Barcelona.

Pero Palma está al borde de convertirse en una ciudad vulgar, con tráfico, humo y mal humor, con millones de turistas que asaltan a diario el modo de vida de los locales sin respetar su idiosincrasia. ¿Qué le falta? Una revolución cultural, su integración en el circuito cosmopolita del mundo: nos faltan la visita de las grandes orquestas, de los grandes cantantes; nos falta una temporada de teatro (no la visita por un par de días de una compañía de repertorio), incluso en otros idiomas que no sean el castellano o el mallorquín; echamos de menos una temporada de ballet como la que teníamos hasta hace bien poco; queremos teatros que programen algo más que cositas localistas manejadas por funcionarios de poca monta. Queremos, en fin, una verdadera Universidad de Verano que atraiga a prestigiosos conferenciantes e intelectuales. Pretendemos el enriquecimiento de la ciudad, no el de los políticos locales.

¿Qué hace falta para eso? Un río de dinero invertido con criterio, una inversión a largo plazo para que a la pregunta de mi padre "¿y qué fue de Mallorca?", podamos contestar "pues va como un tiro: es una gloria vivir aquí".

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