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Hospitalidad

Es algo insoportable y nos quema la sangre y, a pesar de todo, nuestros ojos permanecen fijados en la fotografía, no queriendo creer lo que están viendo. El cadáver de un niño no tiene nombre, nos supera por todos los flancos y nos deja exhaustos de culpabilidad, vaciados de impotencia. Por supuesto, dan ganas de abrir las puertas de nuestros respectivos domicilios y acoger a un niño o a una familia que huye de la degollina. Y, sin embargo, nos cuesta dar ese paso sin que nos tiemble el pulso y las piernas. Firmamos lo que sea necesario, realizamos donaciones, nos llevamos las manos a la cabeza ante tanta miseria y tanto dolor y en las conversaciones nos erigimos en salvadores de la humanidad. Mientras tanto, miles y miles de personas desesperadas llegan hasta nuestras costas pidiendo ayuda. Muchos de ellos ni tan siquiera han podido zarpar. Asfixiados en cabinas, son víctimas de sangrías económicas por parte de los mafiosos, quienes les cobran por respirar. El aire nunca había costado tanto dinero. Ayudamos en silencio, siempre según nuestras posibilidades. Lo hacemos a distancia. Y, sin embargo, cómo negar el cobijo a esa desesperación encarnada, invitarla a nuestro salón y ofrecerle un colchón y una taza de caldo y decirle que, por supuesto, puede quedarse el tiempo que sea necesario, hasta que se normalice la situación. Aunque la reflexión esencial es la siguiente: tras este discurso tan impecable en cuanto a solidaridad se refiere, ¿sería usted el primero en abrir la puerta de su casa? No exigir que sea su país o su ciudad los que den ejemplo, sino usted mismo, yo mismo. Habría que verlo.

La verdadera hospitalidad no consiste en invitar a los amigos o familiares a cenar a casa, sino en acoger al absoluto desconocido. La hospitalidad radical conlleva sus riesgos, pues ése que llega podría ser un invitado hostil. Ahora bien, atengámonos a las palabras de Nausicaa que, ante la contemplación del náufrago Odiseo, tendido en la playa, dice aquello de: "Éste es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle." El sentido de la responsabilidad moral nos empuja a abrir las puertas y dar acogida al necesitado. Aunque de inmediato se alza una vocecita que nos susurra que no, que si todos abrimos nuestras puertas sin ningún tipo de filtro ni control no daremos abasto y el mal se multiplicará y la situación, ya de por sí dramática, se hará del todo insostenible, tanto para ellos, los que llegan, como para nosotros, los receptores. El dilema de la ciudad-refugio, entre la generosidad y el cálculo. Cuestión de número. No es fácil, nada fácil tampoco mostrar esa reticencia que querríamos fuera de nosotros. Una reticencia o inhibición que nos hace recordar nuestro carácter temeroso.

Existe, por supuesto, una verborrea solidaria, pero hueca y cohibida a la hora de la verdad. Y, por el contrario, hay una corriente de ayuda y socorro nunca manifestada a través de un megáfono. Pues no es necesario vociferar para echar una o dos manos. Al final de todo esto, está ahí acurrucado el miedo. Miedo a lo desconocido y que eso desconocido altere nuestro modo de vida. Miedo de que la pobreza en crudo y el desgarro hagan acto de presencia en nuestros hogares templados. Y también sabemos que dar ese paso, ese paso tan difícil como es el ofrecer cobijo y alimento al necesitado y consuelo al desesperado, nos hará más grandes y mejores. En definitiva y, desde un punto de vista egoísta, nos sentiríamos más satisfechos, no sólo por haber ayudado al desesperado, por nuestra acción bondadosa y benéfica, sino por haber roto con la inercia y la indiferencia, por haber dado la vuelta a la insensibilidad que la distancia y el bienestar nos han inoculado.

Estoy reflexionando en voz alta y por escrito y, por tanto, exponiendo a cielo abierto mis propias perplejidades y contradicciones. Todos hemos elaborado discursos la mar de comprometidos, de una indignación impecable y que viste muy bien en público, aunque luego nos hagamos los distraídos cuando llega la hora de ponerlos en práctica. Todos hemos sido solidarios de boquilla que, por cierto, dan bastante repelús. Ya saben: uno, a menudo, es ciego y sordo para lo más próximo y, por el contrario, su solidaridad es ilimitada cuando se trata de ayudar a gente que se halla a miles de kilómetros. Es muy manido eso de "ponerse en el lugar del otro" y, sin embargo, es fundamental hacerlo. Nosotros podemos ser ellos y, de hecho, lo hemos sido en el pasado.

Ahora parece que nos toca dar el do de pecho. Toda una prueba de fuego para que demostremos esa sensibilidad tantas veces cacareada. Esa ley de la hospitalidad que no es de obligatorio cumplimiento, pero que nos obliga de algún modo a observarla. Aunque, bien es cierto, que las soluciones a este drama tienen más que ver con una intervención dura y eficaz que desactive o fulmine mafias y gobiernos fanáticos. Que la indiferencia no nos seque el alma, pero tampoco se trata de ser idiotas ni de adoptar posturas beatas y estériles.

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