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Antonio Papell

Cataluña no cabe en un dilema

Quienquiera que conozca Cataluña o simplemente que asista con atención al debate político en que han derivado los conflictos con el Estado español, canalizados a través de la reforma del Estatut y de la inatendida exigencia de un pacto fiscal, concluirá seguramente en que el proceso intelectual que discurre en la compleja sociedad catalana no puede compendiarse en una simple y esquemática polémica entre los partidarios de la independencia y los que proponen su continuidad en el Estado español.

El sentimiento de pertenencia resulta a estos efectos bien expresivo: según la encuesta sobre el debate de política general, publicada en octubre de 2014 por el Centro de Estudios de Opinión de la Generalidad (CEO), el 65,8% de los ciudadanos de Cataluña dicen sentirse, en diferente grado, catalanes y españoles. Este doble sentimiento es paritario en un 41% de los encuestados, que dicen sentirse "tan catalanes como españoles". Los que dicen sentirse "más catalanes que españoles" alcanzan el 21,6%, mientras que un 2,3% dicen sentirse "más españoles que catalanes". El resto se divide entre los que dicen sentirse "solo españoles" (un 5,3% de los encuestados) y "solo catalanes" (27,4%).

Es llamativo que sólo la cuarta parte de los catalanes opte claramente por una única nacionalidad catalana, en tanto más de tres cuartas partes se pronuncia a favor de la doble pertenencia, con más del 40% de clara nacionalidad compartida. Las cosas no son, en definitiva, blancas o negras sino que según todos los indicios no hay sondeos discrepantes sobre este particular existe en Cataluña una compleja gama de matices, mayoritariamente dominada por los grises, es decir, por actitudes complejas, que pueden encuadrarse claramente en el autonomismo, casi siempre vinculado a una mejora del statu quo que, en las circunstancias actuales, reclama prácticamente todo el mundo: en Cataluña hay un descontento generalizado sobre cómo funciona el Estado, que influye como es lógico en la génesis de una importante disidencia pero que no tiene sin embargo traducción directa en términos de independentismo.

Así las cosas, con una demanda social tan fácilmente descriptible y con encuestas que afirman que el "no" se sobrepone al "sí" en un hipotético referéndum de independencia, es delirante que la Generalitat, abdicando de todas sus obligaciones institucionales de neutralidad ideológica, persista en sus elecciones "plebiscitarias", con la pretensión de utilizarlas como argumento para impulsar una declaración unilateral de independencia si ganaran los partidarios del "sí" (objetivo que puede lograrse con el apoyo de un 25% del censo y una participación del orden del 60%).

Antonio Elorza acaba de recordar con valentía que "de Napoleón III a Hitler, los plebiscitos han sido con frecuencia instrumentos para encubrir la ausencia de legitimidad en graves decisiones políticas". Y Juan Pablo Fusi ha declarado hace apenas unos días tras un curso en la UIMP que "cualquier tipo de plebiscito, y más si se trata de uno en el que esté en juego la independencia, requiere un mínimo de decoro democrático. El resultado que lo respalde debe ser una mayoría cualificada, es decir dos tercios sobre el censo. No vale mayoría simple y mucho menos sobre los votantes".

En resumidas cuentas, la realidad catalana no puede manejarse legítimamente con la frivolidad de quienes plantean el fraude de ley de utilizar unas elecciones autonómicas para detectar una supuesta mayoría independentista que legitimase una ruptura unilateral. Ni esto es legal y la legalidad es sagrada en democracia ni se ajusta a un análisis sensato de las posiciones complejas de la ciudadanía de Cataluña, que está siendo engañada y manipulada al margen del sistema político que ella misma ha establecido.

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