Hace 36 años que trabajo en DIARIO de MALLORCA, pero mi debilidad inconfesable es la institución a la que me refiero eufemísticamente como "el Club de este diario". Por eso procuro no profanar su escenario, y visitarlo solo en calidad de espectador. De socio, dado que hablamos del único Club que me ha aceptado como miembro. Esta entidad no habita un edificio, sino que la construcción le transmite sus peculiaridades. De hecho, y ya me perdonarán los sucesivos directores que componen una colección de profesionales impecables, mi lealtad empieza por esta capilla laica y en sector circular de Le Corbusier que ellos y ella han sabido gestionar.

Admiro al edificio del Club porque mantiene la "unidad de escala", que Sert consideraba básica en la Mallorca o Ibiza primitivas. Y porque en su nave central con perfil de hondonada, cualquier asistente puede contemplar a la inmensa mayoría de sus acompañantes en el acto, sin necesidad de escorzos ni contorsiones. Su aforo concreto pero no desmesurado aporta otra conciencia del límite, al determinar el número máximo de personas que pueden compartir un mensaje emitido in vivo. Un lleno del Club, y han sido frecuentes, no solo garantiza la ocupación plena de las butacas, sino también de las mentes situadas en cada una de ellas.

En resumen, un Club al alcance de todos sus socios, otra excepción en las colectividades. Las consideraciones arquitectónicas impregnan la trayectoria de esta institución, le borran del rostro la pretenciosidad y el ocultamiento. De hecho, al observar las virtudes coincidentes de sus sucesivos directores y directora, cabría plantearse si la estructura les ha contagiado sus envidiables proporciones hasta tal punto. El Club ha albergado actos de campanillas, históricos no solo en sus dimensiones mallorquinas, pero sin sobrepujarlos porque al día siguiente tocaba una ardorosa pugna vecinal. Pienso en la corajuda magistrada iraní Shirin Ebadi, Premio Nobel de la Paz. La profundidad de su conferencia no imponía una ruptura con la programación anterior ni deformaba la posterior. No se trata de humildad, sino de continuidad.

La democracia directa es agotadora, pero el Club representa la democracia en directo. Como siempre llegamos tarde a los actos, la conferencia te recibe a ciegas. Antes de descorrer las pesadas cortinas y escalar la loma que te permitirá distinguir a los protagonistas en el valle, sufres el impacto de la voz. Y aquella tarde se trataba de una mujer que conquistaba la atención con un tono decidido pero no recio, firme pero seductor. Disparaba las alarmas, y se trataba por supuesto de Ada Colau. Sin más que oírla sin llegar a escucharla, era fácil imaginar que llegaría cuando menos a alcaldesa de la ciudad más codiciada de Europa. Desde donde desembarcó también en el "Club de este diario" la actriz Núria Espert. Otro concierto, timbre y melodía, con la extrañeza por la ausencia de las decenas de mallorquines que militan en la confesión teatral pero no consideraban imprescindible una representación gratuita de la número uno de su profesión.

Ah, llenar el Club. Bastaba con nombrar un acto de Arturo Pérez-Reverte y cerrar enseguida las puertas. Completo, sin necesidad de que el escritor se personara. Y el novelista no sonreía únicamente por un éxito de masas que en realidad le asusta, sino porque veníamos de comer con Pilar Garcés y José Iglesias en el Paseo Marítimo, donde acababa de soltarme exultante que "te han salido un montón de canas". Un competidor nato, aunque la persona que podría haber llenado el Club por diez veces en un solo día era Jorge Bucay. Sus colas se medían en decenas de metros, un conferenciante en camiseta prominente, vaqueros raídos y alpargatas. Un gigante ante un auditorio.

En un minuto de Bucay aprendías más sobre la comunicación humana que en un milenio de civilización. Feliz en su modesta habitación de hotel con vistas a Cala Major, le preguntabas cómo lo hacía y se limitaba a sonreír. A diferencia de la mayoría de sus colegas, no engañaba a sus oyentes. "Tu novio no volverá, no te quiere, eres la única que no se da cuenta". Y la mujer se le abrazaba en un mar de lágrimas. El "Club de este diario" está basado en hechos reales, pero su directora Mercedes Marrero nos permitió la licencia de un acto a dúo con Leo Bassi, donde al cómico irreverente le endosaron la peor parte porque tenía que hablar en serio de la risa. A mí me tocaba desvariar y, tras un atentado en el camerino del clown en el Teatro Alfil madrileño, indiqué "a los espectadores que hayan venido con una bomba que se coloquen a este lado de la sala, para no ensordecer al resto". Hoy te arriesgas a una condena de la Audiencia Nacional por mucho menos. Gracias a esta velada, fui el único de los miles de intervinientes que se atrevió a arrojar sobre la moqueta una cáscara de plátano. Recién mondado, eso sí.

Ahora que de casi todo han pasado cuarenta años, el joven Club solo cumple veinticinco. Allí entrevisté a una Pilar Rahola preocupada "porque me estoy desnudando y te estoy contando demasiadas cosas". He de amar por fuerza el sitio donde empezó mi relación para toda la vida con Carmen Díez de Rivera, atraída por Jordi Bayona con la merecida vitola de "la eurodiputada socialista a la que Felipe González no puede soportar". Ya antes, la belleza más inteligente de la transición les había cantado las verdades simultáneamente a Juan Carlos de Borbón, a Adolfo Suárez y a Santiago Carrillo. El nomenclátor prosigue implacable. Gustavo Bueno no toma asiento ni aliento durante su intervención coherente y vehemente. A Carlos Solchaga no lo adorna ni un papel, toda la inspiración proviene del whisky doble previo a la intervención. Entrevisto a Hans-Dietrich Genscher con la tentación de dirigirme a él bajo el apelativo de "Herr Historia Viva". Y Bucay, no sé si he dicho, a quien solo sabría dar réplica otro interviniente sudamericano. Me refiero a Ernesto Samper, el presidente colombiano a quien el cuerpo acribillado de balas no retiraba un átomo de su demoledora ironía esquina sarcasmo, "¿qué ideología he de defender en este diario?" No era cinismo, sino constatación de que lo importante del Club es el contacto humano inmediato, tan infravalorado por la electrónica.