Llevan cien años con la puerta abierta, pero tienen los días contados. Venden lo que siempre vendieron. Sirven lo que siempre sirvieron. Son lo que siempre fueron. Pero en la Mallorca del siglo XXI, la isla del dinero rápido y el lujo rampante, no hay sitio para alpargatas ni bordados. No en el centro en el que siempre lucieron. No en Sant Miquel ni en Jaume III. No en las calles de sus abuelos, convertidas hoy en escaparates de la franquicia y el consumo exprés, en máquinas de hacer dinero que no entienden de tradiciones ni rentas antiguas. Porque esa es la última vuelta de tuerca. La estocada. El final: el 31 de diciembre de 2014 concluye la moratoria para los alquileres de renta antigua. Acabado ese año, los arrendamientos de 50 euros en el centro serán historia muerta.

Y con ellos caducan los negocios que viven dentro. Algunos, como la Armería Benito, en la puerta de San Antonio, llevan en pie seis décadas. Otros, como Bordados Formentor, en Sant Miquel, dejaron de tirar del hilo antes de cumplir el siglo. Un cartel y un local vacío es su esquela. La supervivencia no es posible cuando el alquiler se multiplica por cien a golpe de ley y mercado. De los 100 euros de antes a los 10.000, 11.000 y hasta 12.000 euros que pagan hoy algunos negocios por plantar cartel en Sant Miquel.

Es la calle más cara, la desembocadura de todas las compras, el río por el que fluyen las carteras de fondo más profundo: la acera más cotizada de la Mallorca de la crisis. Por eso no hay sitio para mimbres y artesanía. Tampoco para comercio de mucho trabajo y poca caja. Algunos aún lo intentan, pero la ley y las grandes marcas multinacionales les cuenta los días. "Es que llega un momento en el que vale más el local que el negocio. Ofrecen 5.000 ó 6.000 euros por alquilarte el local, mientras estás aquí cada vez con más competencia y un mercado más difícil", relata el dueño de la mercería Plovins, también en Sant Miquel, que anuncia que el resiste y resistirá. Aunque quedan pocos entre los de siempre.

Ya hicieron las maletas en negocios como La Filadora. No tenían renta antigua pese a ser marca señera. Cuatro generaciones contemplaban las telas y paños que desde su mostrador de Sant Miquel vistieron de colores un siglo de historia de Palma. Hoy atienden a cien metros, literalmente arrinconados en la calle de Vilanova por los excesos inmobiliarios y los precios con los que golpean a los humildes. Lo cuenta la bisnieta de los fundadores, Margarita Pons, cuarta generación que aún da el callo por sacar adelante la empresa que convierte su vida en parte de un relato que sobrevive al tiempo. Las generaciones pasan, la tienda permanece. Por ahora. Porque Margarita teme que los 93 años de historia de La Filadora puedan acabar pronto, pese al traslado. "Tuvimos que despedir gente, teníamos 24 empleados y ahora somos solo los de la familia. No podemos competir con franquicias y grandes cadenas que pagan cuatro duros a su gente. Nosotros teníamos empleados, personas queridas, que llevaban con nosotros 30 o 40 años.A esa gente no la puedes tener con contratos basura. Tuvimos que irnos de Sant Miquel, no podíamos aguantar con esos precios".

Esos precios: 11.000 euros por vender tela donde siempre la vendieron. Lo de siempre a costes de ahora: crujido seguro. Y mudanza o cierre. Para La Filadora fue mudanza, para Bordados Formentor fue cierre. Para otros, ya veremos. "Quedamos ya muy pocos de los de toda la vida y los que aguantamos es porque el local es nuestro. Aunque no sé cuánto duraremos. Con esta crisis que no se vende nada y estos precios de alquiler dan ganas de dejarlo todo", confiesa al pie de su mercería, La Media de Oro, Bernardo, que sabe que llegado un punto el dinero le puede a la nostalgia y la resistencia romántica se vende por unos euros. Por muchos euros. Miles: para algunos de estos negocios tradicionales con local en propiedad puede llegar a ser más rentable dejarlo y alquilar a terceros por 7.000 euros al mes que resistir a toda costa.

Bernardo de momento aguanta. Se sabe guardián de algo más que historia: "Representamos otra forma de hacer las cosas. Somos el trato al cliente, no trabajamos en cadena vendiendo lo que sea de cualquier manera. Pero eso parece que hoy da igual. Por eso los que están pagando 6.000 euros de alquiler están trabajando para otro y encima pierden dinero". Así se extinguió Bordados Formentor y se mudó La Filadora. Así echará pronto el candado Blow B, una tienda de calzado deportivo de Sant Miquel que haría las delicias de cualquier londinense de pie moderno, pero sufre para calzar a esta Palma de los alquileres desquiciados: es demasiado parné el que pagan solo por estar, que luego además hay que facturar.

Bernardo los verá marchar. Desde su Media de Oro señala uno a uno los negocios con los que creció en su calle Sant Miquel. "De los de renta antigua ya solo debe quedar Llinàs". Llinàs, la alpargatería, una joya con olor a infancia, tejida con mimbre y esparto. Allí venden tradición a pocos euros. Demasiado pocos, salvo que te llames Inditex, tengas una decenas de marcas como Zara y fabriques la ropa en Asia por toneladas. Pero los tesoros de Llinàs no son de Asia. Son de Mallorca, de lo poco que queda de industria y artesanía en la isla del monocultivo. El problema es que con lo que se gana vendiendo alpargatas da para pagar un alquiler de renta antigua, pero no uno de hoy: 11.000 euros de peaje mensual serían para ellos un edicto de desahucio.

¿Desaparecerán? Pasa palabra

¿Lo serán? ¿Se irá de Sant Miquel el último negocio con más historia que su dueña? Ella, tercera generación al frente de una tienda que abrió en 1929 durante la dictadura de Primo de Rivera, no contesta. Margalida Guilabert Llinàs sonríe amable, pero no quiere ni hablar del tema. Tampoco habla la dueña del estanco de la calle Jaume III, la expendeduría número 98, un rincón hermoso que huele a la pipa del abuelo, a los puritos que aromatizaban sus cafés y mi infancia cuando aún nadie había inventado a los fumadores pasivos.¿Desaparecerá cuando el alquiler se eleve a la estratosfera de los entre 10.000 y 12.000 euros que cobran en Jaume III por un alquiler a la orilla de todos los lujos? Quizá. Margarita, su dueña, tuerce el gesto cuando le mentan la bicha. Y pasa palabra.

La dan amables en el Bar Central, uno de esos lugares a los que nunca les caducará el encanto. Son historia de espíritu joven, que antigua solo tienen la decoración que es imagen de la casa y una renta de alquiler que les da aire. La confiesa Duque, uno de los tres socios, mientras baila con su bandeja por la plaza Weyler. "Te digo el alquiler pero no lo pongas". Así que no lo pondremos, pero les damos una pista que no enfadará a Duque: las mil y pico primeras cañas del mes son para pagar el alquiler. Del resto, buena parte va para licencias de terraza e impuestos diversos, y otra generosa tanda de carreras desde la barra sufraga electricidades, aguas y gastos varios. ¿Queda botín para repartir entre los dueños? "Vamos tirando", dice Duque sin mojarse. ¿Y seguirán tirando cuando los euros del alquiler de renta antigua actual se multipliquen por seis o por diez para adaptarse a los excesos que sufren en los negocios cercanos? "Llegaremos hasta la jubilación. A dos socios nos quedan siete y ocho años para eso, y el otro compañero será el que tenga que tirar después. Pero lo del alquiler es duro. El nuestro está medio bien, pero a otros es imposible que les dé con las barbaridades que está pagando".

Las barbaridades que están pagando. Juzguen ustedes : salvo el horno de al lado del Central –otro negocio de ADN mallorquín, renta antigua y sabor a historia de siempre y delicia de hoy–, los locales hosteleros de la plaza Weyler y la calle Unió pagan entre los 9.000 euros de uno de ellos y los más de 11.000 de algunos otros. ¡Y venden cafés! Muchos cafés. Litros y litros. Bombear cafeína por un tubo o morir. Lo cuenta, calculadora en mano, Christian Gibler, el dueño austríaco de la chocolatería El Conde de Viena. "Para pagar el alquiler tengo que servir 1.500 cafés y 3.500 pasteles cada mes". Por eso Christian entiende ya a la perfección los rigores de la estacionalidad mallorquina pese a que lleva solo un año en la plaza Weyler. "En enero, febrero, turistas no hay muchos. Cuando hay turistas el negocio va mucho mejor. Aunque no podríamos vivir solo de pasteles y chocolate". Así que su local de buen gusto y mejor aroma es también un escaparate que vende regalos, recuerdos, joyas, libros. Lo que dé.

Eterna juventud

Aunque hay quien lo tiene mejor: siglos les ha costado. Son los negocios de la eterna juventud. Han encontrado el santo grial en el apego a la tradición familiar, un billete de ida constante que les permite esquivar las arrugas de la edad sin más lifting que el relevo generacional. De padre a hijo. De madre a hija. De ayer a hoy. Del abuelo Jaume Llull Gelabert al nieto Pau Llul Riera, cuya aventura vital compartida palpita en un mismo rincón enharinado, el Forn Fondo de la calle Unió. Nació en 1740 y ahí sigue, viendo como la calle un día periférica es hoy el corazón de la Palma de bolsillo forrado. Es la milla de oro por la que pelean las marcas de nombre más rumboso, esas que se anuncian con actores de sonrisa engominada y venden en todo el mundo. Llul y su horno solo venden en Palma y su único anuncio es un escaparate que abre el apetito pese a tener más años que los abuelos del que firma y los que leen. "Nosotros lo tenemos mejor porque nos conocen y el local está en propiedad. Y aún así el invierno es duro para todos".

Es dura en la milla de oro y en los callejones más estrechos del casco antiguo, donde la dieta de clientes es más rigurosa. Pregúntenle si no a Dámaso González, renta antigua y espíritu moderno: colgó el bajo, las canciones y los bolos musicales de la Mallorca de los sesenta para estrenar un negocio de artesanía y bisutería en la calle Cordería. Allí sigue, aunque no sabe hasta cuándo. "Queremos continuar en cualquier caso, aunque se acabe la renta antigua. Nos quedaremos con la mitad del local solo. Somos dos socios y yo, con 66 años seguiré trabajando porque tengo hijas por criar". Ellas no quieren seguir la tradición familiar. Ni con los 150 euros de alquiler de ahora ni con los más de 1.000 que les podrían pedir cuando el año 2015 se vista de hoy. "A mi me gusta mi trabajo, pero a ellas no les interesa esto". Y sin relevo, la empresa tiene fecha de caducidad.

Será otro nombre en la lista olvidada de los que fueron. Son flashes del pasado en ese álbum de fotos borrosas que es el recuerdo de quienes los vivieron. Tataranietos de Mallorca como Andreu López, que a su 65 años señala su infancia desde el centro de la plaza del Banc de l´Oli que le vio nacer. El pasado cobra vida en su memoria. Le chisporrotea la mirada mientras cuenta la historia de su vida, que es la del colmado que ya no vende en la esquina. La de la chocolatería que cerró enfrente. La del almacén de patatas que se esfumó al lado. La de la sastrería y la alpargatería que ya no están. La del hotel que hoy no carbura y el bar que cerró cuando su dueño ganó la lotería. La de la tienda de ropa de piel que empezó a vestir de cuero a los turistas de Palma. Es en definitiva la historia del declinar de la plaza del Banc de l´Oli, hoy una desangelada sucesión de trapas bajadas, en la que apenas resiste la tienda de artículos de pesca en la que se crió Andreu. Su tienda. La de su padre. La de su abuelo. La de su bisabuelo. La de sus hijos: Can Sion. "Esta era una plaza llena de vida que el ayuntamiento no ha sabido o no ha querido recuperar. Hoy es un sitio por el que no pasa nadie. Ni la peatonalizaron del todo, con lo que habría terrazas y vida, ni la dejaron abierta al tráfico, de modo que seguirían pasando al menos coche. Es solo un aparcamiento para los vecinos", lamenta Andreu, cansado de ver morir negocios con encanto. Como la tienda de disfraces de su mujer en Sant Magí, otro alquiler de renta antigua al que ya le tienen pensada fecha de caducidad.

También la conoce Joan Pol, dueño de La Oportunidad, un comercio que se traspasa en calle Sindicat por 185.000 euros y un alquiler de otros tiempos: 700 euros. "Es una pena que vayamos cerrando. Pero la gente parece que solo quiere grandes almacenes que lo traen todo de China. No cuidamos las tiendas antiguas. Yo me críe aquí en la trastienda. Se pierde el pequeño comercio. La gente compra en el supermercado tomates que nada tienen que ver con los que daban los colmados, que sabían y olían a tomate. Pero hoy ya no se puede con los alquileres de locura que piden. Yo pago 700 euros porque negocié la renta antigua para quedarme hasta 2025, pero en esta calle piden 5.000, 6.000 y 8.000 euros al mes. ¿Quién puede con eso?" Joan Pol, no. Tampoco Xisco Bestard, de la Armería Benito, que paga 150 euros en renta antigua. Estaría dispuesto a pagar más, pero no le dejan. "Sabemos que de mil nunca bajaría el alquiler al lado de Sindicat (en la puerta de San Antonio), donde se están pagando auténticas burradas. Aceptamos barco... pero aunque estemos dispuestos a pagar más no nos quieren alargar el contrato. Y termina en 2016". Por el alquiler se le acabarán así las balas a una de las únicas cinco armerías que le quedan a Palma, un negocio con medio siglo que pronto engrosará la lista difusa de los que recuerdos que ya no son.

Los que fueron y no son

Son los nombres perdidos por los que paseó el escritor José Carlos Llop en el prólogo hermoso de un libro hermoso, Establecimientos emblemáticos de Mallorca, editado por la Cámara de Comercio para homenajear a los negocios centenarios que están, pero también a los que se fueron. A los que laten y a los que latieron. A aquellos que han quedado reducidos a "luces y sombres de la memoria de los que los frecuentaron", que escribió el talento de Llop. Él recordaba la "atmósfera bonaerense" del café Moka y la constante bienvenida de uno de los últimos que se despidieron, el café Niza. Otros aún sueñan con los juguetes mágicos que todavía vende La Industrial. Y hay quien, como Llop, trepa en su memoria por los cestos, cuerdas y esteras de cinco siglos de Ca la Seu, hoy reinventados en un bar que es un museo de lo que fuimos y un ejemplo de que podemos ser. Negocio y pasado. Negocio y futuro. Tacto del viejo vidrio de Gordiola y volutas del aroma siempre nuevo de Cafés Llofriu. Colores pasados en el escaparate de Can Frasquet y sabores presentes en los helados de Ca´n Joan de S´Aigo, que cada cual paladea de un modo la magdalena que desmadejó a Proust.