Una tras otra, han caído ya decenas de casas devoradas por esa enorme lengua de lava. Que avanza noche y día, implacable a una velocidad de 700 metros por hora. Destrucción total a cámara lenta. Se cuela en los jardines, se sumergen en las piscinas y entra por ventanas de unas viviendas situadas en un paraje hasta ahora idílico que vemos por última vez. Un inquietante río negro al que nadie puede hacer frente. Solo la oreografía del terreno es capaz de salvar algunas viviendas de la caprichosa trayectoria de la lava.