Los chimpancés, como los humanos, piensan, juegan, ríen, lloran, distinguen sabores, creen en la justicia, valoran la amistad y hasta saben hacer el amor sin una finalidad reproductiva pero, lamentablemente, también saben hacer la guerra.

Se han constatado muchos enfrentamientos entre chimpancés a lo largo de la historia pero, sin duda, el peor fue el conocido como la guerra de los cuatro años. Se produjo durante los años setenta y, no se trató de una batalla aislada, sino de un conflicto bélico entre dos grupos rivales del parque nacional Gombe, en Tanzania. Una auténtica guerra civil entre hermanos de la que, incluso, se llegó a culpar a Jane Goodall, la reconocida primatóloga, sólo porque acababa de instalar un observatorio para estudiar su comportamiento en la zona.

Sin embargo, una universidad americana ha publicado recientemente una investigación con importantes novedades sobre lo que pudo ocurrir para que la paz saltara por los aires. Apunta a dos razones principales. Por un lado, a un exceso de nacimientos de chimpancés machos dominantes que se produjo en los dos grupos, lo que llevó al enfrentamiento. Pero, por otro, también recoge sucesos tan peculiares y concretos como, por ejemplo, el asesinato de un chimpancé llamado Godi.

Godi era muy popular y querido entre los suyos. Abierto, simpático y juguetón, siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás. Todos le querían. Por eso, cuando una mañana de enero, mientras comía tranquilamente, fue acorralado por ocho chimpancés de un grupo rival, y golpeado cruelmente hasta la muerte, su familia clamó venganza. Fabricaron armas con piedras y palos y, literalmente, tiñeron de rojo el parque nacional de Gombe. La sangre bañó plantas y árboles, mientras los cadáveres de los animales que, iban cayendo en la contienda, se descomponían al sol.

Sólo el tiempo, las bajas, el dolor y las heridas del cuerpo y del alma, consiguieron que las peleas se fueran distanciando en el tiempo y que, poco a poco, llegara primero el perdón y, finalmente, el olvido.

Nunca llegaremos a saber que fue exactamente lo que ocurrió. Aún, hoy en día, se sigue buscando razones. A mí, en realidad, sólo se me ocurre una: nuestro parentesco cercano. No hay que olvidar que compartimos el 99% de nuestro ADN con ellos y, ya se sabe, en realidad, no hay peor desgracia para algunos animales que parecerse tanto a los humanos.