Después de que las azafatas cerraran las puertas del avión y los viajeros apagaran sus teléfonos móviles, todos los cepillos de dientes eléctricos y todas las maquinillas de afeitar vibrátiles se pusieron en marcha debido a la violencia del despegue. Me hizo caer en ello mi compañera de asiento, una rubia fea que abrió su bolso, del que extrajo un cepillo de dientes que se agitaba como un condenado.

-Mire usted –dijo con expresión de lástima-, en estos momentos hay unos doscientos cepillos de dientes como éste, bien en los equipajes de mano, bien en las maletas facturadas, en pleno ataque de epilepsia, quizá interfiriendo en las comunicaciones de vuelo.

Me fijé en ella más que en el cepillo porque me parecía contradictorio que fuera rubia y fea. Quizá no sea rubia, me dije, de modo que cerré los ojos unos segundos, los volví a abrir y ya no era rubia, en efecto, aunque tampoco fea. Se encuentra uno en esa edad en la que ha de rectificar continuamente sus juicios acerca de los asuntos más palmarios. La mujer apagó el cepillo, que dejó de vibrar mostrándose en toda su crudeza de objeto de uso cotidiano algo gastado. Sus cerdas estaban abiertas y en su raíz se apreciaban restos de pasta de color marrón. No voy a decir que me diera asco, porque a mí no me da asco nada, pero aquella suciedad era de carácter demasiado íntimo para ser exhibirla en público.

-¿Se afeita usted con maquinilla vibradora? –me preguntó.

-Así es.

-¿Y la lleva en la maleta?

-Sí.

Pues cuando desembarquemos, sáquela y verá cómo se ha quedado sin pilas. Ahora mismo estará la pobre funcionado a tope, como el resto de las cien o doscientas máquinas eléctricas que viajan en la bodega del avión.

Tras este breve parlamento me dormí arrullado por el runrún imaginario de mi máquina de afeitar y de mi cepillo de dientes, que gastaron, en efecto, sus baterías durante el viaje. El vientre de los aviones se encuentra siempre en plena digestión.