Sostiene Lope de Vega que el ser humano tiene la capacidad de convertir un infierno en un paraíso y viceversa. Olisqueamos en esta propuesta la grandilocuencia del autor que ha de vender sus productos. En realidad, el ciudadano contemporáneo posee un sentido del espectáculo tan acusado que confunde el paraíso con el tedio, y que acabaría por aburrirse en el infierno. La verificación, hoy mismo. Estamos inmersos en una tragedia griega, pero sólo por respeto a los autores del texto nos resistimos a confesar que la representación de la crisis económica incurre en lo tedioso.

Quienes no supimos vaticinar la crisis porque estábamos muy entretenidos endeudándonos, nos situamos en vanguardia a la hora de profetizar su inclinación a la redundancia. Por no hablar de un reparto con notables lagunas. En contra de la doctrina dominante, no se tardó demasiado en reconocer el descalabro económico, sino que se improvisó su montaje sin calcular el recorrido de las representaciones. Nunca se prevé la duración del futuro, y que su caprichosa agenda se aparta de la nuestra. Tres años después del big bang de la crisis, podemos repetir sin sonrojarnos los comentarios de la semana pasada, y nos asalta la extraña sensación de estar releyendo los periódicos.

Los últimos capítulos de la crisis alargada artificialmente mueven al sonrojo. Ni quienes transportamos sangre eslovaca habíamos imaginado la llegada del día en que nuestro destino dependería de una resolución del parlamento de Bratislava. Alguien estira los guiones más allá de lo razonable, ya no nos conmueven ni las amenazas finiseculares. ¿En que se queda el apocalipsis, comparado con el desembarco de Rajoy? Además, el fin de un mundo no es el fin del mundo. Cuando se acaba el libro de Jobs, hay más volúmenes. La crisis económica suena ya a conflicto palestinoisraelí, el engrudo unificador que nos mantiene fijados a nuestros asientos para que no alborotemos. El acento –que significa el canto– de los protagonistas demuestra que están exagerando. Más nos vale.