No sé si es obligatorio, pero yo siempre me acatarro a primeros de septiembre, por si acaso. Un año en el que me rebelé, caí en cama en octubre con una gripe que casi me lleva al otro barrio. Esto es por no haberme acatarrado, me dije, y desde entonces lo primero que hago al regresar de las vacaciones es exponerme a todas las corrientes de aire, para resolver el trámite cuanto antes. Un catarro me viene a durar cinco días, cada uno con sus características. El que más me gusta es el primero, donde lo único que noto es un aura de aturdimiento enormemente creativa que aprovecho para retomar lecturas antiguas. Ayer, cuando noté la llegada del aura, comencé a leer El espía que surgió del frío, la primera novela de John Le Carré y una obra maestra del género. Hoy he tenido que dejarla porque me he levantado, inexplicablemente, sin los síntomas que siguen al aura.

No me lo podía creer. La nariz completamente despejada, lo mismo que la cabeza, y unas energías que me han lanzado a pasear a las siete y media de la mañana. Voy a ver si sudo un poco y luego me quedo frío, me he dicho, por ayudar a las bacterias o lo que quiera que sea que provoquen el catarro común. Ni por esas. Son ya las ocho de la tarde y todas mis constantes vitales continúan intactas. Estoy preocupadísimo, claro, porque esta semana era perfecta para resfriarme y quitarme de encima ese trámite otoñal. Me gustaría pensar que me he vuelto inmune, pero no soy tan ingenuo. Eso equivaldría a que el banco me perdonara la hipoteca, cuyo recibo se anuncia también con un aura menos creativa, por cierto, que la del catarro.

Mientras espero, ansioso, la llegada de la enfermedad, leo los periódicos con más detenimiento del corriente. La reforma de la Constitución por la que queda abolida la socialdemocracia es, para sus partidarios, el catarro sin consecuencias que nos previene de la gripe asesina. Intuyo que los socialistas me han copiado el argumento y en ese instante vuelvo a notar los síntomas del aura que precede a la mucosidad y picor de ojos. Ahora sí, me digo, ya estoy constipado de verdad. Y tomo de nuevo la novela de Le Carré, donde un personaje, a la pregunta de en qué cree, responde: "Yo creo que el autobús once me lleva a Hammersmith".