En Mallorca no se derribaba ni un ladrillo ilegal, pero de repente se desmoronan el caserón de Eugenio Hidalgo, el Lluís Sitjar, el Pont del Riuet de Portocristo, incluso algún chalet de Lluc Alcari. Los datos son demoledores, esta furia desatada y contagiosa podría conducirnos a la racionalidad urbanística. Sobre todo, alienta en tiempos de crisis el pujante sector económico de la demolición. El auge de los derribos puede propiciar que la destrucción legal alcance en un futuro próximo a la destrucción salvaje, a veces llamada sector de la construcción. El objetivo sostenible sería la igualación de ambas velocidades.

El sector de la demolición no tiene por qué ser incompatible con la arraigada corrupción, un patrimonio mallorquín más indeleble que la Sibil·la. Si hay que pagar sobornos, que sea para adecentar el paisaje cargándose hermosos bloques. Hemos hecho números. Con diez mil adefesios, a diez operarios por derribo, esta actividad reduce a cero el número de parados, además de la repercusión en la convivencia por la mejora del entorno. Sin olvidar que la cifra real de monstruos a aniquilar se acerca a cien mil. El entusiasmo demoledor obligará a vigilar con especial celo el intrusismo. Es tan agradable expresarles a constructores y arquitectos lo que pensamos de sus obras con un martillo, que la mayoría de mallorquines se prestarán a participar en los desguaces gratuitamente.

El sector de la demolición puede mostrar el mismo desprecio a la legalidad que la construcción de donde nace. Del mismo modo que la mitad de lo construido se levantó sin permisos, puede acudirse a la demolición espontánea, allá donde sea necesaria y al margen de burocracias. Décadas después del derribo, ya decidirán los tribunales. Para atender la demanda, se creará la facultad universitaria de Estudios de la Demolición. También se montará un servicio de apoyo psicológico a los depredadores del territorio, que contemplan el esplendor de la demolición como una emasculación, la castración de Mallorca.