Un gramo de grasa en el cuerpo de un gobernante es más intolerable que un billón de deuda. La imagen de Zapatero correteando por Seúl con un chándal de extra de película de Almodóvar debiera intranquilizar a los mercados, en tanto que redondea la fuga del poder iniciada con la designación de Rubalcaba. Sin embargo, los inversores se excitan ante los cuerpos sudorosos, y su confianza reverdece cuando contemplan a un cincuentón que arriesga un infarto para seducirlos. Disculpan incluso el gesto contraído del presidente del Gobierno, como si acabara de enterarse de las cifras reales de morosidad bancaria.

¿En qué momento pasaron de gobernantes a gladiadores? Ningún estadista se hubiera fotografiado corriendo con regularidad antes de Bill Clinton, que utilizaba el deporte como la excusa ideal para atiborrarse de pizzas y hamburguesas. Bush no pasará a la historia por la democratización de Irak, sino por haber antepuesto su forma física a una presidencia que descuidó abiertamente para cumplir con su drástica agenda atlética. Los invitados a su rancho de Texas eran obligados a correr bajo un sol de justicia, mientras el presidente les jaleaba desde un todoterreno. No pudo atender al Katrina porque interfería en su musculación.

Frente a la bulimia de los presidentes norteamericanos, Zapatero es el pionero de la conciliación de la vida laboral con la deportiva. Ha postergado a la familia –el músculo es más exigente que el vínculo– y a La Moncloa para presumir de sus diez kilómetros diarios, con el atuendo de un imitador de Eminem. Mejora en estilo a Sarkozy, que corre como un futbolista español de los años setenta, con el centro de gravedad a ras de suelo. A cambio, el líder socialista adolece de la naturalidad en la zancada de Cameron, porque los alumnos de Eton se mueven con la elegancia de quien ha nacido masacrando zorros. Si Zapatero puede desperdiciar su salud haciendo deporte, la situación no es tan dramática, aunque las bolsas insistan en apoyar a políticos como Helmut Kohl o Angela Merkel.