El frío entra siempre a traición. Cuando quieres darte cuenta, la casa está helada. Y el cuerpo, en lo que tiene de casa, también. Hay habitaciones más frías que otras del mismo modo que hay órganos más fríos que otros. Cuando éramos pequeños, en mi casa había una habitación que, sin razones aparentes, era una nevera. No es que diera al norte, o que tuviera menos elementos de calefacción que las otras, es que tal era su carácter. Observado con perspectiva, me asombra que aceptáramos con aquella naturalidad lo que a todas vistas resultaba una cuestión paranormal. Durante mucho tiempo, fue el cuarto de estar. Había en él una mesa camilla con un brasero. Las brasas calentaban los pies, pero el resto del cuerpo permanecía a temperaturas crueles. Fue el médico del barrio el que alertó a mis padres sobre los peligros de hacer la vida en aquella estancia, donde cogí un par de neumonías.

El cuarto de estar fue traslado entonces a otra dependencia, quedando la sala fría como una especie de trastero al que iba a parar todo aquello que se desechaba, pero que no nos atrevíamos a tirar a la basura: juguetes antiguos, sábanas inservibles, sartenes rotas, libros de texto caducados... Para entrar en ella, nos poníamos el abrigo. Pensarán ustedes que sería la habitación ideal para el verano. Pues tampoco, porque también en pleno agosto resultaba fría. Ya digo, algo inexplicable, digno de ser tratado por Iker Jiménez, al que escucho la madrugada de los domingos, para alimentar el insomnio.

La vida está llena de asuntos inexplicables a los que no prestamos suficiente atención. Ahora mismo, por ejemplo, tengo frío el estómago, sólo el estómago. Lo siento aquí, en la mitad de mi cuerpo, como una habitación maldita, a la que no hay forma de calentar. Me he tomado un té ardiendo que se ha enfriado en el momento mismo de llegar a la víscera hueca. Me da una pena enorme ese frío parcial porque me trae a la memoria la habitación fría de mi infancia. En aquella época inventamos un juego llamado Polo Norte que consistía en pasar la tarde en aquel cuarto helado, bajo un iglú hecho con mantas viejas. Creo que de un modo misterioso crecí con aquella habitación dentro de mí. Hoy está en el estómago.