Leo que el intestino humano es un auténtico planeta para las bacterias. Unos diez millones de ellas, pertenecientes a más de mil especies diferentes, haraganean por nuestras entrañas. Y menos mal, porque si nos las quitaran enfermaríamos. Esos seres vivos que nos habitan cumplen funciones esenciales relacionadas con la digestión de los alimentos (y quizá, piensa uno, de los afectos). Diez millones de habitantes, se dice pronto. Las bacterias ignoran que su hábitat natural es un intestino del mismo modo que nosotros carecemos de una idea exacta de nuestra posición en el universo. En cualquier caso, la noche y el día, el invierno y el verano, la lluvia y la sequía, podrían constituir las diferentes fases de la digestión de un ser gigantesco en cuyo interior nos ha tocado pasar la existencia. El cosmos es como un conjunto de cajas chinas. Todo lo existente pertenece al aparato digestivo de un ser más grande.

Hay animales sin ojos, animales sin piernas, animales sin pulmones, sin dientes, sin oídos, etc., pero no hay ningún individuo sin estómago. La naturaleza tiene una fijación rara con este órgano. Muchos seres vivos estamos atravesados, en nuestro centro, por un tubo dedicado exclusivamente a las tareas digestivas. Sería más consolador, quizá, que el eje en torno al cual se dispone el resto del cuerpo fuera un cerebro, pero no, es un aparato preparado para recibir el alimento y obtener lo que nos interesa de él, arrojando las sobras por la parte de atrás. La vida podría ser un asunto exclusivamente metabólico, un programa de absorción, de desintegración. Desde el nacimiento hasta la muerte, nuestro cuerpo y nuestro espíritu van sufriendo unos cambios muy semejantes a los que observamos en el bolo alimenticio. Unos jugos externos, no siempre visibles, nos transforman, nos arrugan, nos ablandan, nos envejecen, por decirlo rápido, hasta que estamos listos para ser expulsados. La naturaleza, tal como intuíamos en las primeras líneas, está poseída por un pensamiento gástrico. Conocemos más o menos bien al servicio de qué están las bacterias que nos habitan, pero no tenemos ni idea de a quién facilitamos nosotros la digestión. Lo único cierto es que, sea quien sea, tiene ardor de estómago. Y gases.