La histeria con los fumadores pasivos –por definición, cualquier persona que no fuma– es una cruzada en tránsito hacia el clamor para proteger a los gordos pasivos. A saber, la visión de tu obesidad me empuja a desatender mi cintura, con lo cual estás contagiando tu adiposidad al entorno y conviene que no salgas de casa. La insistencia en esas persecuciones humanitarias ha relegado el drama no menos acuciante de los viajeros pasivos, cuya formulación emprendemos sin mayores dilaciones. En síntesis, cualquier persona que emprende el vuelo requiere de un público equivalente al número de kilómetros que ha recorrido. Si se multiplica esta cifra por el número de pasajeros, falta audiencia para tanto relato. Se vuelve a concluir que el planeta se ha hecho insostenible.

Siempre que un imbécil parte de viaje –y no establecemos una identidad entre ambos factores, pese a la flagrante correlación–, aguardo con expectación su regreso, por si las infinitas ventajas de la industria del enlatado han amortiguado su condición. Por desgracia, los cielos me devuelven en el 99,9 por ciento de ocasiones al mismo imbécil, aunque con mayor kilometraje. En el reencuentro, tampoco el intrépido viajero logra disimular la impresión de que a sus ojos yo sigo siendo el imbécil que había dejado en tierra.

Un fumador puede contagiarte hoy a cien kilómetros de distancia. En paralelo, también ha ganado en sutileza la agresión a los viajeros pasivos. Ningún turista se atreve ya a mortificar con sus fotos y vídeos a los allegados, porque ese comportamiento funcionaría como una eximente en caso de responder a la invitación con un certero disparo de arma de fuego. Los expedicionarios se limitan hoy al masaje psicológico, a exteriorizar su superioridad –tiene gran mérito pasarse seis horas en un avión– y a formular una insidiosa sugerencia al viajero pasivo:

–Tendrías que viajar más.

–Lo haré, aunque sólo sea por mantenerme más tiempo alejado de ti.