Las lágrimas te hacen bien, pero no te hacen mejor. Las peripecias de la España reciente alimentan la ficción de que la secreción lacrimal conlleva un plus de honorabilidad, utilizado en provecho propio por los poderosos pillados en falta. En primer lugar, al mentiroso no se le localiza por sus palabras, sino por sus lloros. En segundo lugar, la injusticia no requiere del exhibicionismo de los sollozos, es un drama minimalista que no movilizará por sus aderezos melodramáticos a quien no se irrite por su esencia. En cuanto a la reacción entusiasta frente a los gimoteos, ¿implica un trato más desabrido a quien los reprime?

Se reserva la crítica para quienes no lloran, pero quienes abusan de las lágrimas cargan con la responsabilidad de que cueste tomarse en serio esa efusión ocular. El artificio de los sollozos queda delatado en la fábrica de los sueños. En el Hollywood de unos años atrás nunca faltaba la pistola que resolviera los guiones atrancados, hoy se ensanchan las estrecheces narrativas obligando a llorar a todos los protagonistas. No se rueda una película sin ese requisito, hemos llegado al extremo en que el lagrimeo no expresa una debilidad, sino que exterioriza la misma superioridad moral que vestir un burka. Cuando ves a un futbolista multimillonario lloroso, desentrañas los mecanismos de la farsa plañidera.

Los higienistas insisten en que llorar es muy sano. También es saludable hacer el amor, pero se desaconseja practicar esa actividad en cualquier circunstancia y sin consultar a la víctima de nuestra urgencia fisiológica. Llorar es muy sano, aunque no cuando estás operando a corazón abierto o pilotando un boeing, situaciones en que los sollozos adquieren un cariz alarmante. El exceso de lágrimas indecentes ha secado nuestro escepticismo, en lugar de emocionarnos. De ahí que sea preferible aunque más difícil reírse, a menudo de los mismos acontecimientos que hoy cursan con rasgado de vestiduras. Sentir más que nadie solo garantiza una mejor incomprensión de la realidad.