Un bombero ha muerto durante una misión pacífica para mantener la dignidad de Palma y la seguridad de sus habitantes, preservándolos del fuego destructor. No cabe mayor orgullo en la valiosa herencia que deja a sus próximos. Falleció ejecutando una tarea meritoria por encima de las empresas guerreras, desgraciadamente requeridas con mayor frecuencia por los poetas. Le abatió el ejercicio responsable de su profesión, más allá de lo que el deber exige habitualmente a sus conciudadanos. Hemos abdicado de la libertad emocional a fuerza de portadas, por lo que nos permitirán que concentremos el dolor en quien ha restablecido a altísimo precio el concepto de comunidad.

Probablemente influya en nuestro estado de ánimo el hartazgo de las lágrimas vertidas sobre toreros, la saturación del estremecimiento fingido con los seres ociosos que se fueron a nadar con tiburones y se llevaron un bocado. A menudo, buscan los parabienes sociales o se refugian en una hipócrita solidaridad, por no hablar de quienes se toman la muerte exótica a broma hasta que la sienten cerca, y entonces reclaman el auxilio de cónsules y embajadas. El bombero Alejandro Ribas arriesgó y perdió su vida sin la mendacidad aventurera, porque su actuación surgía de un compromiso profesional con sus vecinos. Por eso ha acercado el coraje a una obra de arte.

La muerte de un bombero adquiere un significado especial en una isla donde los políticos cobran por robar, y que extendieron este hábito incluso a la construcción de un Parque de Bomberos. En medio de la desconfianza justificada hacia los gobernantes, tranquiliza saber que la integridad de la ciudad se delega en personas como Alejandro Ribas y sus compañeros. Según parece, hay profesiones en que se arriesga de verdad la vida –corriendo hacia el lugar de donde todos huyen– y con notable estrés, sin que a nadie se le ocurra recompensar ese esfuerzo con 200 mil euros al año. Por todo ello, el fallecido es probablemente un héroe, si esta palabra no viniera tan manchada por impostores.