Mis únicas vinculaciones bancarias se plasman en una cuenta normal y corriente, cuyo contenido no confieso antes por vergüenza que por discreción. Si hace dos años hubiera solicitado la venia de mi banco, para encauzar mis ahorros hacia un producto más rentable, me hubieran sacado de la oficina a patadas, tras conminarme a que no volviera por allí salvo para suscribir una hipoteca de cadena perpetua. Mi tiempo les costaba dinero.

Por lo tanto, y ya que no me lo preguntan, les informo de que la crisis económica es de aúpa, dado que hasta dos empleados bancarios me han urgido en días próximos pasados a que replantee mi vulgar patrimonio en cuentas más favorables. Para ellos, por supuesto. Los bancos y cajas -que son bancos construidos sin riesgo y a costa de los pobres- me persiguen, con más ahínco que a Vicente Grande. Nunca me había sucedido antes, sin que mi calado financiero se haya modificado. Si este acoso lo ejercen conmigo, y pueden consagrar unos minutos de su personal a cautivarme, imaginen la presión que soportan los seres humanos que realmente tienen dinero.

Zapatero no sabe cómo explicarle a su país que, en tiempos de crisis, es más importante salvar a un banco que a los trabajadores. Celebro el retorno de la banca a su actividad primitiva pero, a la vista de su avidez, les recomiendo a ustedes que aguanten si pueden, hasta que muerdan el polvo los ejecutivos de las instituciones donde la prepotencia sólo se ha visto superada por la inconsciencia. Me halaga ser seducido -y pagar con la misma moneda, ya que de dinero hablamos- a eficientes empleadas de voz aterciopelada, pero me niego a encomendar que se jueguen mi sueldo al póker los mismos fenómenos de feria que no supieron prever la llegada de la crisis, o que regalaban mis ahorros a espuertas a los promotores hoy en quiebra, mientras a mí me regateaban un céntimo. Al ritmo que va la inflación, prefiero saber que mi cuenta normal y corriente la desaprovecho yo, como hasta ahora. Si nos hundimos todos juntos, será mucho más entretenido.