Nunca entenderé el morbo de contemplar a un mamífero adulto fabricando unos huevos fritos, delante de una audiencia subyugada. Esta variante de hacer el ridículo en público se llama ahora showcooking, a traducir como pornogastronomía. A diferencia de los chefs que trabajan delante de un público, igual que los pilotos de excavadoras, yo escribo mi columna de cocina casera a espaldas de ustedes. Dado el exhibicionismo febril contemporáneo, donde hasta la empleadas del hogar graban en vídeo sus intervenciones -el cada vez más pujante showcleaning-, me siento un trabajador clandestino.

Vamos a solucionarlo con un plato de showwriting. Aguarden a que me encasquete el gorro de cocinero. Para abrir boca, necesitamos una palabra doradita, crujiente, materia prima con colesterol. Es imprescindible que contenga una Z. Aunque hay colegas que, ante este dilema, se decantan por mozzarella, a mí me da excelentes resultados sinvergüenza. Tiene sustancia, y con ella abarcamos la literatura española del siglo XX. La sabiduría gastronomicoliteraria de Cela se condensa en ese vocablo. Según se ve, la cocina es más elaborada que la escritura, una actividad que puede crearse con los ingredientes que hasta el humano más majadero atesora en su cerebro.

En el lenguaje del showcooking, una columna periodística equivale a una salchicha. Debe anudarse con un buen principio -el nuestro ha sido jugoso- y un buen final -ya lo tengo escrito, van a chuparse los dedos-, el resto se hace intrascendente. Cuando sofreímos narrativamente nuestro plato principal, obtenemos la frase "alguien es un sinvergüenza". Aquí pueden ustedes introducir a Zapatero, Rajoy o su político local favorito. Canalla es el orégano de todos los artículos hispánicos, el nuestro ya casi está redondeado. Unas gotas de vinagre, que en el showcooking llamamos aceto, espolvoreamos la masa con la palabra corrupción, y listo para servir. Acabada la dura jornada, voy a desengrasarme trotando unas millas por la ciudad. El showfooting, ya saben.