Hoy un notable escribidor de cartas de amor, propias y ajenas. Más de una familia, ya lo siento, se fundó sobre mi verbo inflamado. Dejaba un espacio en blanco para el color de los cabellos, que debía rellenar el novio porque siempre se me olvidaba. Mi truco, obviamente, era plagiar de la primera a la última frase, tampoco el que regala flores las ha cultivado. La receta era simple, mezclaba versos de Pablo Neruda con letras de Rod Stewart, y el efecto siempre fue letal -a corto, para ellas, a largo, para mí-.

Honradamente, no hacía falta rebajar los poemas de Neruda. "Puedo escribir los versos más tristes esta noche" -en las distintas variaciones que he ensayado- tumba hasta a una catedrática chilena de Literatura Contemporánea, del mismo modo que una mujer puede besar a un hombre pensando en otro, y el primero no percibe la engañifa aunque sea catedrático chileno de Psicología. Ellas dan por sentada la mentira, a ellos nadie puede disuadirles de que no merecen su suerte. Los dos bandos toleran el timo, mientras se les sirva con discreción.

Contra el tópico, somos incapaces de crear cuando estamos enamorados -y aunque sólo finjamos estarlo-. Con el discernimiento nublado, no pensamos en la elegida por nuestras hormonas como única, la confundimos con todas y creamos un arquetipo. De ahí que mis mejores cartas de amor fueran dedicadas a mujeres que no conocía, y a las que por tanto entendía perfectamente. De ahí también que Pablo Neruda fuera mi negro. Una palabra en su pluma es poesía, como una lata se hacía arte en el preciso instante en que Miró la recogía del suelo. Son ríos, a través de los cuales el agua fluye sin explicarse. Cuando he escuchado de nuevo al poeta recitando sus versos, a cuenta del centenario, he comprendido que nunca los entendió, y quedan mejor dichos en Paco Ibáñez. Podía escribirlos porque no los padecía. Sacrificó sus amores para alimentar los míos, y quizás de unos millones de personas más. En lo que me concierne, mejor no te hubieras esforzado, viejo.