No soy el más apropiado para definirme, pero jovial, festivo y dicharachero son los adjetivos a que recurren quienes me conocen -por lo menos, delante de mí-. Nací con el gen de la sonrisa, el GGG. Sin embargo, doce años atrás contraje la responsabilidad de otearles desde esta columna. Decidí que tenía que ensombrecer mi gesto, labrarme un pathos, no me imagino a Sócrates riendo como George Bush.

Dicho y hecho, pero quise traicionarme a lo grande. Por lo tanto, el retrato que admiran ustedes a diario debía basarse en una mueca de Marlon Brando, quién si no. La impenetrable imagen del actor se basa en que su rostro no está ladeado, sino con la mandíbula cartesiana enfrentada a la cámara. Sin embargo, gira los ojos hacia un costado y apunta al infinito. No es un gesto, sino una parábola del hombre que encara literalmente a la vida, aunque su mente angustiada está enfocada hacia otra parte, simbolizada en la mirada. Este resorte visual es una constante de su carrera, desde Julio César o La ley del deseo, pero yo había recortado cuidadosamente una imagen de su Paul en El último tango, versión actualizada del mismo quiebro.

Con el recorte en las manos, me dirigí a Miquel Massutí y le dije, "voy a poner esta cara, y entonces tú me haces una foto". Su enarcamiento de cejas debió advertirme de que nos enfrentábamos a algo más sustancial que un retrato anecdótico. Le agradezco que nunca más me haya mencionado la sesión, que la aguantara estoicamente, y que ni siquiera me dijera lo que pensaba, "¿de verdad crees que tu miserable repertorio gestual da para tanto?" Después de más de media hora de probaturas, con el fotógrafo dándome instrucciones cuidadosas que yo transformaba en el repertorio completo de visajes de Lina Morgan, nos conformamos con el producto que tiene ahí arriba. No es exactamente Brando, pero puede compararse a la mirada de Mel Gibson en la serie de Arma letal. De acuerdo, con alguna mezcla de Tom Hanks en Forrest Gump. Mejora si la restriega usted con un poco de mantequilla.