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Serie TV

El desconchado

Chernobyl, la catástrofe nuclear convertida en la serie del año

Fotograma de la serie.

Hay una trascendental conversación entre dos de los protagonistas de esta extraordinaria serie, pero apenas reparé en el diálogo, fascinado como estaba por el encuadre del plano. Lo que más resaltaba eran el desconchado de la pared, la pérdida de enlucido del muro, el yeso y la pintura ausentes en su mayor parte, la superficie que se había tornado rugosa, sucia. Eran unos desconchados no debidos a la la catástrofe de la central nuclear: eran los precursores de la catástrofe, los heraldos mudos que anunciaban el desplome de un sistema, de un modo de ver el mundo. Y Chernobyl está llena de desconchados. Es bien sabido: el 26 de abril de 1986, una mezcla de incompetencia, de materiales defectuosos, de ignorancia -y quizá sobre todo u originándolo todo- del seguimiento ciego de la burocracia y el protocolo en una sociedad cerradísima donde no existía el error a no ser que así lo decretase el Partido, una mezcla letal -digo- provocó la explosión de la central nuclear "Vladímir Ilich Lenin", en la Ucrania soviética de entonces, cerca de la ciudad modelo de Prípiat. Un accidente que dejaba la radiación de Hiroshima como algo baladí, como un petardito sin importancia.

Para contarnos cómo fue aquel espanto -es decir, cómo los desconchados anunciaban el apocalipsisis- se apoya la serie en tres patas primordiales. Un científico que sabe lo que hubo y hay, frente a los mostrencos del aparato funcionarial. Lo interpreta con mesura y tono Jared Harris, a quien vimos en Mad Men y

-cómo no- en The Terror. Luego, el personaje que más evoluciona -hasta físicamente, comido y consumido por la constancia palmaria del derrumbe total- a quien da agonizante vida Stellan Skarsgård, el altísimo cargo al que Gorbachov (que interpreta un sosísimo por impávido David Dencik, el abogado de Arenas movedizas) envía a supervisar el asunto. Tal es su cambio interior al verse frente a la verdad que sobre él concluye Harris: "Han enviado por error a un hombre bueno", negándole así que fuese un tipo sin importancia, banal, solo un profesional de la política. Como tercera pata, la muy vivaz Emily Watson, en quien los productores de la serie quisieron aunar al grupo de científicos disidentes con la versión oficial. Rodeándolas, destaco a Paul Ritter, el autoritario encargado de la planta cuando estalla el horror, fumando sin parar -hay que ver lo que se fuma en esta serie-, la encarnación perfecta del estúpido arrogante. Y a Con O'Neill y su voz quebrada por los nódulos -que ya escuchamos en Criminal Justice-, el jefecillo que corre a cuadrarse ante su superior y no ve el momento de entregarle la lista de culpables para que sean castigados y todo quede en casa. Y al bombero Adam Nagaitis, que así se redime del papel de malísimo también en The Terror.

Ahí verán ustedes al taimado responsable del KGB, explicando el funcionamiento del sistema. Al vejestorio dando bastonazos autoritarios para negar la evidencia: lo que el pueblo dice que no es, no es (la verdad oficial habló de 31 muertos; las cifras ciertas, entre 4.000 y 93.000, secuelas aparte). Ahí verán las matanzas de perros; los autobuses yéndose; el chisporroteo espeluznante que acompaña a los buzos; los mineros desnudos ("trabajan en la oscuridad, dígales la verdad", gran consejo); la inocencia en las caras de quienes contemplan de lejos la bonita explosión; los 90 segundos por turno para limpiar grafito; el subepisodio de la ordeñadora; la frase de Gorby: "El colapso de Chernóbil fue el colapso de la URSS"; ese pájaro que cae muerto entre niños que corren. Todo filmado en un arrollador color enfermizo.

Claro que va a ser la serie del año, menudo puntazo de HBO. Y lo será porque el terror produce mucho más terror cuando sabemos que ocurrió y que fue aquí cerca y que la insensatez humana puede repetirlo cuando sea para desconcharnos a todos el cuerpo y el alma y decirnos todavía que no fue así.

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