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Música

Cuesta abajo

Los hábitos del público en los conciertos veraniegos sufren un deterioro notable

Concierto de verano en Bellver.

Mantener una audición correcta en una sala de conciertos no es, a día de hoy, tarea fácil. Los intérpretes y la mayoría de los espectadores tienen que luchar contra un pequeño grupo de asistentes que carece de mínimos índices de civismo y se dedica a perturbar el desarrollo normal del espectáculo con toses intempestivas, alarmas y timbrazos musicales de los móviles (de repente está uno escuchando una suite de Bach y ésta queda interrumpida, casi diría que zaherida, por la sintonía de un teléfono del que emerge con la fuerza de un dragón "La barbacoa" de Georgie Dann, por poner un ejemplo). Todo esto ya es parte del paisaje de los conciertos de temporada y da igual que se ponga por escrito en los programas de mano o que se den avisos acústicos al inicio de la sesión. Es inútil.

Pero todavía hay abismos que no se habían explorado en este sentido y que, este verano, han brotado con la fuerza de una epidemia. Muchas de las propuestas estivales se realizan en espacios abiertos o en marcos singulares como son iglesias, salones de palacios o claustros. Se trata de ubicaciones que requieren de por sí especial cuidado porque están sujetas a otras perturbaciones externas al ser sitios que hay que adecuar específicamente para los eventos musicales.

La mayoría de los conciertos suelen ser de carácter gratuito o, todo lo más, con el cobro de un precio simbólico lo que, en teoría, debiera hacer más atractiva la oferta para el público y se entiende que el que acuda lo hará atraído por el interés de lo que se le está ofreciendo.

Sin embargo, el comportamiento de algunos de los asistentes es tremendo y poco importa que se marquen unas normas sencillas que el cumplimiento de las mismas parece que ha de ser para los demás y no para uno mismo. Si no se permite reservar sillas para los rezagados, da igual porque se ocupan y si un acomodador pide que se libere un asiento se dice que el que falta está en baño y sigue en el inodoro, misteriosamente, veinte minutos después, hasta que, por supuesto llega de la calle. Si usted está tranquilamente disfrutando de un recital con música de Beethoven puede suceder que su vecino de delante levante los brazos bien altos, como si fuese a sufrir un atraco, y el objetivo no es otro que hacer una foto con el móvil. Lógicamente siempre sale horrenda la imagen y repite la operación dos o tres veces para conseguir otra instantánea igual de mala pero que ya pueda compartir en las redes sociales. Lo peor es cuando los brazos quedan fijos en alto dos o tres minutos porque decide grabar un poco, aunque esté prohibido. Capítulo aparte es el asunto de la tierna infancia. Algunos acuden incluso con carricoches ocupados por bebés de escasos meses que a los cinco minutos de estar ya comienzan a protestar. O incluso niños de dos o tres años que también gritan y hablan cuando se aburren, como es lógico -incluso algunos músicos también practican este arte de infancia musical "a la fuerza" con sus retoños- y obligan a abrir puertas para evacuar con rapidez a los niños vociferantes y sus padres. ¡Media docena tuvieron que salir a mitad de concierto el mes de agosto pasado en un teatro de Oviedo! Y una familia entera no tuvo el menor rubor de salir en pleno concierto ¡por el escenario! en una sala de cámara ante la perplejidad de los músicos. ¡No quedaban ni diez minutos para la finalización del mismo!

Es un suplicio y una tortura asistir a veladas musicales con comportamientos tan impresentables. Los códigos de conducta tienen una explicación lógica, nada restrictiva. Simplemente se emplean como norma de respeto hacia quien está interpretando un concierto y hacia el resto del público que asiste al mismo. Cumplirlos es algo tan básico que sonroja tener que recordarlo cada cierto tiempo. Es un indicativo claro de un déficit educacional que va a más.

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