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Lenguaje

El valor de las palabras en el país de los memes

Daniel Gamper reflexiona sobre la represión del lenguaje y la construcción de la realidad a gusto del hablante

Daniel Gamper.

Lo que hacemos con el habla, y sobre todo lo que el habla está haciendo con nosotros, han motivado recientemente diversas perspectivas de reflexión reivindicativa ante su devaluación en forma de ruido. El discurso de ingreso en la RAE de Juan Mayorga sobre la necesidad del silencio, la reedición de Historia del silencio de Alain Corbin (Acantilado, 2019), el ensayo de Eloy Fernández Porta sobre la mala educación de la confidencia impuesta, Premio Anagrama de Ensayo el año pasado, y Las mejores palabras, el libro con el que Daniel Gamper (Barcelona, 1969), profesor de Filosofía Política en la Universitat Autònoma de Barcelona, obtiene el mismo premio este año, pueden ser ejemplos de la notoriedad pública que empieza a tomar el abaratamiento del habla en los ámbitos sociales y personales.

En el caso que nos ocupa, Gamper incide más en la recepción de la palabra que en su mera expresión. La palabra solo tiene sentido si hay alguien que la recibe. Si hablamos es porque somos seres relacionales. Hablamos para interpelarnos, para modificarnos, para afirmarnos en relación con otros. Las mejores palabras se apoya en el subtítulo "De la libre expresión" para mostrar cómo funciona la represión del lenguaje y cómo uno debe hacerse cargo de lo que dice ante los demás. Dos lugares comunes que merecen atención. Por un lado, la reivindicación de la palabra como respuesta a ciertas tendencias iliberales en las democracias occidentales. Por otro, la devaluación de la palabra, que ha tomado forma en la celebrada expresión "posverdad", término del año en los diccionarios de Oxford 2016, en el discurso político y en la expansión acumulativa de las redes sociales.

En cuanto a esas "tendencias iliberales", Gamper hace referencia a las amenazas de diverso signo que recibe el intercambio libre de palabras mediante las políticas represivas de los Estados, algo cada vez más evidente en toda la curvatura del planeta. El encarcelamiento de disidentes, la eliminación de la diversidad en los medios de comunicación, la prohibición de asociaciones libres o el control policial de numerosas publicaciones son algunos de los instrumentos con los que los gobiernos totalitarios han ido eliminando cualquier pensamiento alternativo en nombre, precisamente, de la libertad. Un síntoma de la instrumentalización del lenguaje que se manifiesta en el discurso político de manera fácilmente constatable en estos tiempos en que la política, al menos a gran escala, se sirve de la palabra para ocultar la realidad. Se ha ido consolidando en este sentido una nueva libertad consistente en afirmar y negar simultáneamente la misma cosa. O en decir cualquier cosa. Gamper analiza cómo la construcción de la realidad a gusto del hablante es un producto residual de la posmodernidad que ha sido reutilizado por las nuevas oligarquías. Una libertad condicionada, ya que su posesión por parte de unos supone que otros no puedan gozar de ella. Si bien un pionero de esta libertad condicionada sería Silvio Berlusconi al adueñarse en su entorno de los medios de comunicación más poderosos, un ejemplo más cotidiano serían los mensajes en Twitter de Donald Trump. Su demagogia explícita se hace creíble en nombre de la supuesta sinceridad con que se manifiesta. La apariencia de sinceridad de que hacen gala los populismos demuestra que la "lengua clara" puede ser usada también para manipular. Utiliza, a su vez, una estrategia de neutralización de la disidencia por acumulación y reiteración a la hora de calificar como "fake news" todo lo que amenaza sus intereses. Términos como "posverdad", "posfactualismo" o "fake news" son muestra precisamente del abaratamiento de la verdad en el discurso público, la pérdida de sentido de las palabras públicas. Siguiendo este hilo argumentativo cita Gamper a Harry Frankfurt cuando en su libro Sobre la manipulación de la verdad (Paidós, 2006) señala que un rasgo característico de las palabras públicas y del discurso político es que se limitan a sugerir sensaciones, a crear atmósferas, a seducir sin apelar a la racionalidad. Y el mensaje cala de igual forma que cala la publicidad. Pero tampoco las sociedades liberales son ejemplo de honestidad en la libre circulación de la palabra, según el análisis de Gamper. Si bien en ellas no hay una censura previa, sí existen mecanismos indirectos que reducen dicha libertad, como la autocensura o las incisivas técnicas del mercantilismo. El liberalismo se puede permitir una concepción amplia de la libertad de expresión porque se basa en esos otros mecanismos de control que permiten, toleran o alimentan el discurso subversivo porque es muy improbable que consiga subvertir lo establecido. No lograrán concertar una adhesión de la mayoría: La manifestación de la queja permite que el sujeto se desahogue y de ese modo el propio sistema se autolegitima, conteniendo y neutralizando la protesta. Por ello sugiere Gamper que la democracia es lo que podría ser, siempre su potencia, lo que imaginamos que podría pasar.

Si no hay fricción no hay un verdadero ejercicio de libertad. Para que se trate de una libertad que merece protección debe molestarse a alguien. Prefiere utilizar el término "palabra libre" o "discurso libre" a "libertad de expresión". La libertad de expresarse, entendida literalmente, implica para Gamper el derecho a ser escuchado, no solo oído. Y ese segundo derecho hay que ganárselo. La ausencia de rostro, de presencia pública en las redes sociales implica que no rindamos cuentas a nadie de las palabras que usamos. La brevedad, además, resta todo matiz, la extensión desaparece con el consecuente debilitamiento de la palabra.

En su repaso a los diferentes estratos públicos y privados que contribuyen a hacer de las palabras lo que son, o lo que deberían ser, de la casa a la escuela, de los medios de comunicación a las redes, Daniel Gamper, bien acompañado a lo largo del ensayo por las ideas de Habermas, Butler. Croce, Heidegger o John Stuart Mill, se alza más allá de las circunstancias concretas y evita ejemplos polémicos. Una propuesta más orientada a la conversación que a las conclusiones polémicas: "El pensamiento no debe ser polémico: la polémica supone lucha y gente que hace ruido".

No obstante, Las mejores palabras abre vías de discusión interesantes, por ejemplo, cuando expone que el mejor modo de luchar contra las voces de la intolerancia es permitirlas. El éxito de la extrema derecha se debe en gran medida a la repetición obsesiva de sus siglas y peligros por parte de sus rivales electorales, algo que se pudo constatar en España con la diferencia de votos obtenidos por Vox en las elecciones celebradas con un mes de diferencia. También su visión de la libertad de prensa aporta un matiz interesante: " La libertad de prensa no significa que toda la información sea disponible y que desaparezcan los obstáculos para conseguirla. Significa únicamente que nadie pueda ser perseguido por intentar sortear esos obstáculos".

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