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Esa rara perfección

El Teatro Real de Madrid presenta una magnífica producción de la ópera Capriccio de Richard Strauss

Richard Strauss.

La ópera como género busca de manera continua la perfección, la excelencia, a través de un inmenso trabajo de equipo cuyo punto de partida es una partitura sobre la que se articula un libreto y que no deja de ser una invitación a la imaginación y al talento de cada uno de los factores que se encargan de mostrarla al público cada vez que se alza el telón. No es fácil encontrar un resultado homogéneo que consiga que todos los integrantes alcancen similares cotas de capacidad. Ahí reside el gran escollo para conseguir un proyecto artístico de referencia.

Y, en este fin del forzado bicentenario del Real, se ha conseguido, sin duda, una de las propuestas de mayor calidad de los últimos años en un título que era la primera vez que se representaba en el teatro y que no se veía en los escenarios españoles, salvo error mío, desde que se hiciese en la década de los noventa del pasado siglo en el teatro de La Zarzuela. La obra en cuestión es "Capriccio" de Richard Strauss, última de sus óperas y escrita en plena Segunda Guerra Mundial, en medio de un tremendo cataclismo en el que el compositor busca una vía de escape propia quizá en la nostalgia de un paraíso ya definitivamente perdido. Con la idea inicial de Stefan Zweig -nombre capital de la cultura europea- Strauss se mete de lleno también a elaborar el libreto con Joseph Gregor y Clemens Krauss. El resultado es una sofisticada historia con la propia ópera en el centro, sobre la prioridad de la palabra o de la música, al fin y al cabo, sobre la capacidad de entender que, en vez de renunciar y anteponer, resulta que el acierto está en la suma de elementos diferentes. Es una gran metáfora vital la que Strauss nos propone, envuelta en una belleza y un esteticismo decadentista que arrebata por su alta ambición.

La nueva propuesta del Real -coproducida con la Ópera de Zurich- lleva la firma de Christof Loy, uno de los directores de escena verdaderamente relevantes de la actualidad. Loy consigue una fluidez de la acción total en una atmósfera onírica, de velados acentos románticos, en la que el juego especular a través de la vida de la condesa adquiere significado especial. La construcción de cada personaje es categórica y también el trazo de conjunto adquiere fuerza arrolladora. La acción está pautada de manera precisa lo cual hace que los personajes se incardinen en la trama de manera siempre sutil, sin forzar. Cada cantante se implica a fondo y esto se nota en el vigor general de la representación. Destaca la interpretación de la soprano sueca Malin Byström, excepcional condesa Madeleine, tanto vocal como dramáticamente, e imponente Christof Fischesser como La Roche. A muy alto nivel Norman Reinhardt y André Schuen y el resto del elenco también a la altura de sus respectivos cometidos. Parte esencial en la consecución de un elenco sin altibajos debe, sin duda, atribuirse al maestro Asher Fisch que sacó oro de la orquesta del Real y cuya labor concertadora de conjunto fue la que propició ese resultado mayúsculo.

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