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QUÈ ÉS CULTURA

Un infierno tras el videojuego

Un infierno tras el videojuego

Desarrollar videojuegos es un infierno. Ningún diseñador de juegos digitales que trabaje en una productora independiente o en una gran firma del mercado, afirmará que es una tarea sencilla. Al contrario, lo normal es que acompañe el recuerdo de esta aventura con metáforas de sudor y sangre, y apuntes de sus extenuantes jornadas de trabajo antes de la presentación oficial de la plataforma («crunch», llaman a este periodo de masoquismo).

Se trata de un vicio universal en el sector: desarrollo de juegos que se vieron obstaculizados por cambios tecnológicos drásticos, financiaciones interrumpidas a medio proyecto, o calendarios de entrega inadecuados, entre otras circunstancias de producción anormales. Pero, ¿por qué es tan difícil hacer videojuegos? ¿Acaso no existe una fórmula intermedia, como ocurre en los círculos creativos del cine, el teatro o la música, dónde el desarrollo de un «clásico» no implique, en todo momento, el tránsito por estos caminos tortuosos? Jason Schreier ha buscado la respuesta en Blood, Sweat, and Pixels: The Triumphant, Turbulent Stories Behind How Video Games Are Made (Harper Collins, 2017). Un libro sobre la creación de videojuegos, que analiza las desdichas y las adversidades que se esconden tras diez de las plataformas más destacadas de los últimos años. Es el caso de juegos «triple A» (de inversión multimillonaria) como Uncharted ? (Naughty Dog, 2016), The Witcher III (CD Projeckt 2016) o Dragon Age: Inquisition(Bioware, 2014, cuyas productoras no supieron lidiar con los trasvases entre equipos de sus directores creativos, o con los avances tecnológicos que les obligaban a reactualizar sus sistemas continuamente. Pero también el caso de juegos independientes como Stardew Valley (Érci Baroné, 2016) o Pillars of Eternity (Obsidian Entertainment, 2016) cuya solitaria creación en el primer caso, o sus modelos de autofinanciación por «micromecenazgo» (crowdfunding) en el segundo, prolongaron los quebraderos de cabeza habituales del desarrollo del juego más allá de cualquier fecha recomendada para su estreno. Todas estas productoras (y prácticamente el conjunto de las que aparecen en el libro) terminaron viviendo un «Hollywood ending», y los juegos resultaron un éxito de crítica y ventas, pero ninguna dio -ni ha dado, a día de hoy-, con una receta apacible para la manufactura del juego digital. Para Schreier, la razón es obvia: el desarrollo de un producto, tan dependiente de la interactividad entre usuario y máquina y de la celeridad de los avances tecnológicos, supone un parto de características impredecibles. Los juegos digitales funcionan en plena acción, y necesitan de las habilidades del jugador en «tiempo real» para que su experiencia funcione; no se mueven, por tanto, en una dirección lineal como lo haría una película o una pieza teatral y deben construirse atendiendo a las múltiples decisiones que puede tomar el jugador. La tecnología que los diseña y los acoge, además, está sujeta a una constante mutación, lo cual hace que sea imposible seguir un calendario fijo y, lo que es peor, saber si, finalmente y tras todo el esfuerzo invertido, la partida será divertida. Kamikazes, masoquistas, entusiastas del videojuego, lo cierto es que hasta el día en que tuvieron que enviar la versión final de su plataforma, muchos de ellos dudaban de la misma realidad de ese momento. Como le indica a Schreier, el productor de Pillars of Eternity, Feargus Urquhart, «Jason, no es un milagro que se haga este juego€ Es un milagro que se haga cualquier juego».

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