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El plumífero que forjó una prosa

Rafael Sánchez Ferlosio, escritor inconforme y pensador por cuenta propia, deja a su muerte una singular obra

Rafael Sánchez Ferlosio.

La muerte a los 91 años de Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927-Madrid, 2019) deja a las letras españolas sin el escritor que a lo largo del último medio siglo más y mejor pensó, quizás, en la posibilidad de una prosa que diera cauce a todos los valores sintácticos y expresivos de la lengua castellana. De ahí el "culto y el cultivo", como él mismo relató, de la hipotaxis, o sea, de un fraseo de largo aliento y poliarticulado que le permitía exponer con los suficientes matices y erudiciones la singularidad de sus ideas, casi siempre contra corriente. Un sostenido empeño con el que mostró aquel "ascua de veras" que Antonio Machado, el espigador de las "palabras verdaderas", veía en el pensamiento barroco y en sus formulaciones. A veces, la historia de la literatura tiene estas extrañas resonancias.

Esa preocupación por el lenguaje es una constante desde el primer libro de Sánchez Ferlosio, una de las últimas grandes figuras de la Generación del 50 (siguen por fortuna aún activos Marsé, Gamoneda o Caballero Bonald, entre otros) y posiblemente el literato, junto con Juan Goytisolo, que meditó con mayor insistencia sobre asuntos cruciales que han ocupado y preocupado a los españoles durante las últimas décadas: de la conquista de las Indias a los ejércitos de conscripción, de la llamada "Antiespaña" a los trajines de la identidad, tan irónicamente debelados en las páginas de La moral del pedo. Desde hace tiempo era algo así como la contraparte retórica de Azorín y de las "breves frasecitas paratácticas" del primoroso de lo vulgar, según la afortunada acuñación que hizo Ortega de la obra de José Martínez Ruiz.

En tiempos en que la prosa castellana se adelgaza hasta el esquema minimalista (no hay más que leer a algunos narradores, ensayistas y articulistas), infunde un cierto optimismo que alguien de tanta complejidad estilística y conceptual como Sánchez Ferlosio escribiera con éxito en los periódicos o que sus ensayos fueran recibidos siempre con atención por la crítica y los lectores más exigentes. Recibió el "Cervantes" y otros galardones importantes, pese a que fue distanciándose de la vida literaria oficial después de obtener el "Nadal", en 1955, por la novela El Jarama. En las muy breves pero sustanciosas líneas autobiográficas de La forja de un plumífero, cuenta cómo a partir de aquellas fechas se sumergió ("en la gramática y en la anfetamina", afirma) en la Teoría del Lenguaje, de Karl Bühler, al sentir "horror o repugnancia por el grotesco papelón del literato". Y, "obispo de sí mismo", se consagró a los "altos estudios eclesiásticos" con los excelentes frutos conocidos. Hizo de la obsesión por la escritura, es decir, de la grafomanía, una manera de ser y estar en el mundo. Y se convirtió, en el sacerdocio de esa propensión, en una especie de figura opuesta a la que representaba Cela. Sin buscarlo, claro. Mientras el Nobel de 1989 disfrutaba metido en el "papelón del literato", Sánchez Ferlosio se convertía en un monje anfetamínico atado durante años a su scriptorium.

Resultado de esa labor minuciosa son sus cuatro gruesos volúmenes de ensayos, artículos y conferencias: Altos estudios eclesiásticos, Gastos, disgustos y tiempo perdido, Babel contra Babel (Asuntos internacionales. Sobre la guerra. Apuntes de polemología) y QWERTYUIOP (Sobre enseñanzas, deportes, televisión y publicidad). Un asombroso cuerpo de prosa de ideas al que debemos añadir sus llamados "pecios", la serie de aforismos y otros textos breves que reunió en Campo de retamas. Es alguien que huye de los sistemas filosóficos cerrados y del facilismo de las ideologías enlatadas. Su discurso, en el que tienen entrada la ironía y la demolición de la frase hecha, se asienta sobre el principio de la razón que razona y de eso que llamamos sentido común. Polemiza con extraordinaria potencia intelectual y con su acostumbrado despliegue hipotáctico hasta deducir, de sus argumentaciones, una insoslayable posición moral. En uno de sus "pecios", en el titulado "Antisócrates", escribió: "'Conócete a ti mismo'; ¡sí, hombre, como si no tuviera uno otra cosa en qué pensar!".

Hijo de Rafael Sánchez Mazas (uno de los fundadores de Falange y excelente prosista, ojo) y de la italiana Liliana Ferlosio, Sánchez Ferlosio dedicó quince años al examen de la gramática ("decenas de millares de páginas de apuntes") en enloquecidos horarios que hubiesen sido mortales para cualquier otro: cuatro días con sus respectivas noches leyendo y tomando notas, siempre con luz eléctrica, seguidos de veinticuatro horas de sueño y alguna jornada de asueto en la que aprovechaba para mostrar el Museo del Prado a la hija que tuvo con su primera mujer, la también escritora Carmen Martín Gaite. Dijo de la Dexedrina: "Lo mejor que ha salido en química desde Lavoisier". Hubo un momento en que su letra se convirtió en una vacilante línea ilegible, una insostenible gráfica desmayándose por la cuartilla. Tuvo que recuperar su caligrafía: "Yo creo que salva del Alzhéimer".

Vivió más que sus también famosos hermanos, el filósofo y matemático Miguel Sánchez-Mazas y el cantautor Chicho Sánchez Ferlosio. Su biógrafo, J. Benito Fernández, que rastreó hasta el detalle las vidas de Leopoldo María Panero y Eduardo Haro Ibars, no deja de hacer la confesión de un cierto fracaso al titular el volumen que dedicó al autor de El Jarama con un revelador adjetivo, El incógnito, y un no menos esclarecedor subtítulo: "Apuntes para una biografía". Y eso que había recolectado las opiniones e impresiones de ciento veintitrés conocedores de un personaje que prefería autorretratarse como un "cascarrabias", alguien con "mala leche", en un intento de conjurar a los posibles perturbadores de sus caudalosas incursiones prosísticas. Cuestionaba por igual la incompetencia del gobierno que la de la oposición y fustigó, con elaborados razonamientos, el neoliberalismo que fue expandiéndose con sus mantras deletéreos hasta la crisis en la que, más o menos, aún seguimos.

Llama la atención que Sánchez Ferlosio mirara siempre con un cierto distanciamiento desdeñoso su obra narrativa, un puñado de cuentos y tres novelas que buena parte de la crítica calificó en algún momento de piezas maestras. A mí, como a él, la que más me gusta es Industrias y andanzas de Alfanhuí, cuya primera edición pagó su madre en 1951. De esta historia, en la que confluyen la picaresca y lo maravilloso, dijo que contiene alguna "bella página". Más cáustico fue con El Jarama, considerada como un modelo de la novela realista que en los años cincuenta propusieron algunos de los narradores más influyentes de su generación. Y de El testimonio de Yarfoz, que no se parece en nada a las otras dos, vino a resumir que era algo así como un mero adelanto de una Historia de las guerras barcialeas. Como Antonio Machado, tuvo su Juan de Mairena en Jacinto Batalla y Valbellido: extremeño de 1899 que fue un maestro, comediógrafo y poeta fallecido en el exilio mexicano al término de la Guerra Civil española.

Sánchez Ferlosio describía su trayectoria de escritor como el paso del párrafo enjoyado del Alfanhuí, a la reproducción del "habla" en El Jarama y al hallazgo de la "lengua" en sus textos "no literarios". Un autor, en fin, tan proteico como incapaz de dejarse seducir por las lisonjas y las máscaras del poder. Sirva de ejemplo el "pecio" que tituló "Siempre mañana€": "Si pasara ya el futuro de una vez, empezaríamos a tener tiempo de hacer algunas cosas".

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