Hace unas semanas empezó una nueva gira europea la Joven Orquesta Gustav Mahler, que arrancó en la que ahora es su sede residencial, la Fundación Gulbelkian de Lisboa y que se acaba de cerrar nada menos que en el Musikverein de Viena, uno de los auditorios más conocidos del mundo. Entre medias, varias capitales españolas han centrado una aventura que cada año reúne a los mejores jóvenes músicos del continente en torno a un proyecto que en 1986 inició Claudio Abbado, uno de esos nombres visionarios dentro del ámbito de la dirección orquestal y que tanto bien han hecho a la música clásica porque su influencia se ha visto prolongada en el tiempo.
La proliferación de orquestas juveniles es una realidad gozosa que permite que los músicos cuenten con un estadío intermedio justo al finalizar sus estudios en los conservatorios -o incluso en los últimos años de formación- antes de lanzarse al mundo profesional a través de las audiciones sobre las que se articula la entrada en las formaciones sinfónicas.
Pero Abbado con la Mahler fue más allá. Buscaba un espíritu de colaboración sin fronteras, no un proyecto educativo más. El horizonte era la excelencia a través de los mejores y estos debían estar en cualquier país, independientemente del lugar de residencia de la orquesta. De este modo se buscaba y fomentaba la colaboración cultural entre diferentes culturas con el fin de lograr un hermanamiento entre los países europeos con la música como enlace común. No es por esto una causalidad que la orquesta lleve el nombre de Gustav Mahler, un compositor y director a caballo entre mundos y culturas y cuyo perfil biográfico sintetiza bien ese espíritu paneuropeo que alberga la orquesta desde su fundación, aunque este no es excluyente y también participan músicos en la misma de otros territorios.
En los primeros años de la orquesta países como España o Portugal ni tan siquiera estaban representados en la formación. Aquí ni se hacían pruebas de ingreso porque se consideraba que no existía un nivel adecuado para integrarse en ella. Poco a poco esto comenzó a cambiar y la mejora en la educación musical de nuestro país ha llevado a una presencia creciente hasta que, en esta gira, la delegación española -¡26 músicos!- sea la más numerosa de la Mahler, en una edición en la que también se ha dejado ver con claridad la presencia de las mujeres en todas la secciones de la orquesta y, en muchas de ellas, de forma mayoritaria.
El proyecto de la Mahler goza de muy buena salud. De hecho, su estancia en los mejores ciclos de conciertos y festivales es continua y la presencia de las primeras batutas internacionales al frente de cada proyecto es apabullante. Ojalá se consoliden con idéntica fuerza otros proyectos sociales y culturales en Europa. Merece la pena luchar por este tipo de iniciativas que, sin duda, nos muestran la mejor cara de un proyecto europeo integrador y cuyas aspiraciones son las de llegar a lo más alto premiando el talento y la innovación. El futuro de la música está en muchos de los músicos que hoy integran la Mahler y que, dentro de unos años, irán formando parte del tejido orquestal de los diferentes países europeos. La música no conoce de fronteras ni de diques de contención. Su lenguaje y su mensaje son universales y es un arma cargada de futuro, entre otras cosas, porque atesora un patrimonio cultural que explica la capacidad del ser humano para trascender a través del tiempo. Bach, Mozart o Beethoven nos interpelan a través de los siglos, como los compositores de hoy lo harán en el futuro uniéndose a un vigoroso caudal creativo que va pasando el testigo a través de cada generación. En esa carrera de relevos, que ya dura siglos, están insertas tanto la Joven Orquesta Mahler como las centenares de jóvenes agrupaciones en las que se forman los músicos del mañana. El porvenir de la música sinfónica està en su manos.
