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MICHAEL CAINE

Un elefante en Hollywood

El actor dedica La gran vida, su segunda biografía, a relatar con estilo sus jugosas vivencias en el cine

Un elefante en Hollywood

Esta es la historia de un hombre que pensaba que todo había acabado y descubrió que no era así.

Antes de convertirse en uno de los príncipes del cine mundial, Michael Caine fue un chaval que creció en el entorno nada glamouroso del barrio londinense de Elephant & Castle. De ahí que su segunda biografía (tras Mi vida y yo, los grandes se pueden permitir el dispendio) se titule en el original The Elephant to Hollywood. En España, La gran vida. Muy lejos de la Meca del Cine nació en 1933 el hijo de una asistenta y de un mozo de la lonja de pescado de Billingsgate que ahora presenta un libro gozoso, escrito con la ironía de Alfie y la sensibilidad de quien acompañó al hombre que pudo reinar, que no pretende analizar su obra en profundidad (los más cinéfilos quizás echen de menos más detalles de algunos rodajes, las relaciones con algunos directores y colegas que seguramente dieron mucho juego) y que prefiere la cordialidad antes que los ajustes de cuentas. Pocos salen malparados en los recuerdos del bueno de Caine. "Este libro no es un mamotreto escrito por un actor viejo y vanidoso", señala Caine, "soy, por encima de todo, un cómico, así que pueden ustedes reír a su antojo". Así lo haremos.

Maurice Joseph Micklewhite (tuvo el acierto de cambiarlo por Caine en homenaje al Humphrey Bogart de El motín del Caine) se enfrentó muy pronto a los obstáculos de un físico poco apropiado, en principio, para ser finalmente actor: "Ojos ridículos, orejas de soplillo y, para colmo, era raquítico". Vaya panorama. Aquellos párpados llamativos fruto de una blefaritis de nacimiento (que harían que Robert Michum le fichara para su homenaje, entre párpados ostensible andaba el juego) y su calzado ortopédico no le desanimaron con su vocación. "Mi primera lección de interpretación me la dio mi madre cuando yo tenía tres años. Éramos pobres y a veces mamá se retrasaba en el pago de las facturas, así que cada vez que el casero venía a cobrar el alquiler, se escondía detrás de la puerta mientras yo abría y repetía, con gran precisión, mi primera frase: 'Mi mamá no está'. Madera había.

Tras pasarlo realmente mal en la guerra de Corea y sobrevivir a la malaria, siguió pasándolas canutas con canijos papeles en el teatro antes de que, casi de rebote y tras hacer una prueba desastrosa, fue reclutado para un clásico del cine de aventuras, Zulú, del que no fue expulsado del rodaje de puro milagro. Brilló en un papel secundario y a ese brilló le sucedió en 1966 el bombazo de Alfie, que hizo de él una estrella mundial con su memorable interpretación de seductor de lengua penetrante y clase trabajadora, un cockney de pura cepa. Y claro, como de tonto no tiene un pelo (hizo Tiburón 4 por pasta, o Enjambre, corramos un tupido velo) lo decidió: "El teatro fue una mujer a la que quise y que me trató como a una mierda, mientras que las películas resultaron ser una amante con la que podía hacer lo que quisiera".

Caine no tiene reparos en reconocer que ha hecho bastantes cintas lamentables (Ashanti, La isla...) y lance algún dardo a cineastas como el veterano John Sturges, que dejó la por otra parte estimable "Ha llegado el águila" en cuanto terminó el rodaje. El mayor damnificado es Steven Seagal, con quien rodó en Alaska la penosa En tierra peligrosa: "Había roto una de las reglas de oro de las películas malas: si vas a hacer un bodrio, al menos hazlo en una excelente localización. Y allí estaba yo, haciendo una película en la que el trabajo me congelaba el cerebro y el clima me congelaba el culo".

Shirley MacLaine o Frank Sinatra ("Somos todos iguales. Vivimos, amamos y morimos. -Y, a continuación, formuló su lema-: Vive cada día como si fuera el último, porque algún día lo será") salen muy bien parados, sobre todo en sus primeros pasos por Hollywood, donde le recibieron con los planos abiertos. A Jack Nicholson le está muy agradecido por estimularle en una fase ruinosa de su carrera (Sangre y vino, un título modesto y de culto, le reactivó la pasión por su trabajo). No se corta en evocar el corte que le dio rodar una escena erótica con Jane Fonda ante los ojos de "Ogro" Preminger y recuerda con emoción su última visita a un John Wayne moribundo en el hospital, el mismo Wayne que le dio una lección inolvidable: "Habla bajo, habla lento y no hables mucho". Y de Sean Connery cuenta cómo también era un Bond en la vida real, capaz de tumbar a cuatro borrachos.

Las anécdotas se suceden sin descanso, incluyendo sus negocios de hostelería y las recetas de sus especialidades gastronómicas, aunque las partes más sabrosas se dediquen a hablar de mitos como John Huston (memorable la visita al hospital con el director, que parecía estar en las últimas y deliraba... y salió de aquella y rodó dos pelis más) y a rodajes de peliculones como El hombre que pudo reinar con sus problemas de diarrea, Asesino implacable, La huella (roces con Laurence Olivier incluidos), Hannah y sus hermanas (el libro se escribió antes de que Caine renegara de Woody Allen) o El americano impasible, una de sus interpretaciones favoritas y también una gran decepción porque, diablos, ese "Oscar" sí lo quería. A sus 85 años, Caine, que prefiere pasar por alto sus problemas más sombríos y se explaya apasionado sobre su historia de amor con Shakira, es ahora un secundario de lujo para Christopher Nolan, aparece en cintas que no están a la altura de su nombre y sigue disfrutando de la vida. "Cuando me retire no habrá fanfarrias ni declaraciones públicas. Soy un viejo soldado y simplemente me iré desvaneciendo de la vida pública para refugiarme en el abrazo de mi familia". Antes, da consejos para actores y cocinitas: "Antes de asar una pata de cordero, frotarla con una mezcla de aceite de oliva, menta, romero y ajo picados, junto con pimienta, y después cubrirla con queso parmesano rallado".

Oído, maestro.

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